En momentos como este, cada vez más difíciles de encontrar, una
mañana (de domingo) tomando la segunda taza de café, leyendo en calma y
silencio, en mi escritorio, con Alejandra y Sofía viendo televisión en nuestro
dormitorio, vuelve a mí esa sensación inexplicable, ese deseo y necesidad de
regresar a lo de antes, de sentirme nuevamente pleno y fuera de este mundo y
poder escribir. Mal o bien, pero escribir.
Este año ha sido de sequía. Incluso podría pensarse que ya
dejé esto, que lo olvidé o me rendí. Pero no es cierto. Me levanto a diario a
las 5 de la mañana a entrenar, me enfoco ahora en tener una vida saludable, a
comer lo que debo y a informarme sobre ello, además estoy en cursos de negocios
y me dedico a al trabajo y a Sofía. ¿Hago todo esto para olvidarme de lo otro?
No lo sé. Quizás sí. Pero no pasa un día, ni uno solo, en que el recuerdo de mi
escritorio, de la computadora, los papeles, lápices y lapiceros, de las
innumerables tazas de café y la sensación de estar flotando vuelva a mí. No me
he rendido y nunca lo voy a hacer. Pasa simplemente que la vida y el tiempo no
me permiten lo que necesito (tranquilidad, soledad absoluta, silencio, tiempo) para
sentarme a ser feliz.
Tampoco es que sea infeliz teniendo la vida más sana que
tengo ahora; mucho menos jugando con Sofía, viéndola crecer y aprender cada día
más cosas, pero me falta algo. Algo interior que lucha por salir y que en esta
mañana de domingo, después de leer algo de Ribeyro, ha logrado resquebrajar la
coraza que me había puesto. Una coraza que vuelvo a sellar por ahora, pero que tarde
o temprano me retiraré definitivamente para nuevamente envolverme con esa
mezcla de exaltación, locura y felicidad que para mí siempre ha sido escribir.
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