lunes, 21 de abril de 2008

El primero de esos recuerdos

De niño, yo vivía con mi mamá, mi abuela y mi hermana; y rodeado constantemente por mis primas y tías maternas (a quienes ya no quiero). A mi papá, lo veía a diario, pero sólo un rato; y a mi hermano, algunas veces, los fines de semana.

Debido a ello, a la constante presencia femenina en mi vida, era demasiado consentido y sobreprotegido. Y creo que eso fue lo que forjó mi forma de ser e hizo que sea retraído y callado (mas no afeminado, siempre es bueno aclarar), y bastante tímido también (aunque ahora ya no lo soy tanto).

Por ello, por esa forma de ser, solía parar en mi mundo, imaginando cosas, situaciones y seres.

Para colmo, por mi casa no había gente de mi edad, y los únicos amiguitos que tenía eran del kínder, pero ninguno vivía cerca, así que yo pasaba las tardes simplemente alucinando cosas.

Sin embargo, una nueva vecina llegó, y se hizo amiga de mi mamá. Entonces me enteré que había llegado otra persona de mi edad. Pero había un problema, esa persona era una niña.

A los seis años, rodeado siempre de mujeres, conocer a una niña no era algo que me emocionara. Es más, ni siquiera quería conocerla.

Pero a mi mamá esto no le importó y me llevó a su casa. La niña se llamaba Sofía.

Recuerdo que al principio, en casa de la vecina, mientras ésta y mi mamá conversaban Sofía y yo permanecíamos sentados al lado de nuestras respectivas madres, sólo mirándonos de vez en cuando, pero muy callados.

Así pasaron los días, hasta que nos vimos forzados a sentarnos sólos, uno al lado del otro, pero no sirvió de nada, pues mientras ella jugaba con sus muñecas, yo hacía lo mismo con mis carros o con el playgo.

Pasada una semana, creo que mi mamá y la vecina se dieron por vencidas, porque no insistieron más. Así que cada uno iba por su lado, sin prestarle mayor atención al otro.

Hasta que un día, cuando estaba en el jardín de mi casa que daba a la calle, mientras probablemente estaba observando hormigas o construyendo algo, noté que Sofía pasó y me sonrió, pero yo bajé la mirada y seguí en mis cosas.

De pronto, ella regresó corriendo y me llamó y me dijo, algo agitada, que la siguiera que tenía que ver algo. Al principio no le hice caso, pero ante tanta insistencia, la seguí.

Sofía se detuvo al lado de una tapa de desagüe, o algo así, y me dijo que mirase por la rendija. Fui ahí cuando vi que un ratoncito de color blanco asomaba el hocico. Entonces me quedé sorprendido y vi a Sofía muy emocionada, moviendo los brazos, pidiendo que abra la tapa. Lo intenté, pero no pude.

Desde ese día, todas las tardes íbamos a jugar con ese roedor, dándole comida o molestándolo con alguna rama, pero nunca pudimos verlo en “cuerpo entero”. Sólo veíamos su bigotudo hocico y nos moríamos de la risa.

Gracias a ese bicho, tomamos confianza y nos hicimos amigos. Aunque claro, siempre era Sofía la que pasaba por mi jardín, buscándome, mientras yo me “hacía el loco” y simulaba estar haciendo otra cosa cuando ella llegaba, aunque en realidad estaba esperándola.

Todo aumentó cuando nuestras mamás no nos dejaban jugar con ese animal porque era sucio y asqueroso, según ellas. Entonces Sofía y yo nos volvimos cómplices, y al menor descuido, corríamos a jugar con nuestro pequeño amigo.

El resto del tiempo, cuando Sofía me hacía caso, lo pasábamos sentados en el pasto, jugando, hablando de no sé qué o viendo televisión, y cuando ella era la que decidía, corríamos como locos, aunque yo moría a los 5 minutos, debido a los bronquios.

La imagen que tengo de Sofía es una: vestido largo con florcitas y una cinta en la cintura; zapatos blancos que siempre terminaban sucios y una vincha que trataba de mantener en orden su pelo larguísimo, negrísimo y lacio.

Por esa época recuerdo que leía comics y algunos cuentos infantiles, y luego se los contaba a Sofía y ella me miraba, sentada sobre el jardín, riéndose mucho cuando hacía algún gesto que representara la acción.

Así, poco a poco, las tardes se convirtieron en mis momentos preferidos, y recuerdo que estaba intranquilo hasta que Sofía salía de su casa, siempre sonriente y lista para jugar a lo que sea, recién entonces yo era feliz.

Aunque a esa edad yo no me daba cuenta, fue con Sofía que empezó a formarse mi carácter tonto y enamoradizo. Porque si, debo admitir que siempre he sido como una quinceañera (versión masculina), que se enamora de una chica que ve aparecer de la nada, de sus ojos, sus labios, su voz, o cualquier detalle, y empiezo a alucinar toda una historia con ella, aunque sé que probablemente nunca más la veré.

Pero bueno, la cosa es que la chiquita me gustaba, o algo así, porque a esa edad aun no se sabe muy bien qué es eso, y además estaba eso de la timidez extrema.

Y así como Sofía fue la primera muchachita que hizo que sintiera algo, fue también la primera que se fue. La primera que me hizo imaginar mil historias y sentirme en el aire, para después dejarme totalmente bobo y abandonado.

Claro que eso no fue decisión de ella. Lo único que supimos era que tenía que mudarse, y que en una semana se iría. Me sentía triste, tristísimo. Y entonces hice algo que, la verdad, no recordaba, pero ahora que viene a mi mente me sorprende.

Recuerdo que le escribí una carta a Sofía. No tengo idea de lo que escribí y no puedo imaginarme que pude haber escrito a esa edad. Sólo sé que tenía pensado darle la carta el último día. (Años más tarde, ya de joven, haría otra carta, para otra persona. Algo que, tal vez, algún día contaré).

Cuando ese momento llegó, me moría de la pena y los nervios, hasta que Sofía le rogó a su mamá que nos dejara ir a ver al ratoncito, para que se despida de él. (Se me vino toda la nostalgia mientras escribí este párrafo).

Ahí nos quedamos, jugando un ratito, mientras yo tenía la carta en el bolsillo. Hasta que nos llamaron. Entonces Sofía me miró y me dio el más dulce abrazo de mi vida. Y yo le respondí, totalmente rojo y nervioso, con un besito, para después salir corriendo muerto de la vergüenza. Corrí y corrí, pese a los bronquios, con la carta ya en ese momento en mis manos y los ojos aguados.

Cuando ya no pude seguir, me quedé sentado en un parque por un largo rato, hasta que apareció mi papá, que justo había llegado a verme. Y supongo que mi mamá le había explicado, porque solo me sonrió y me cargó, sin decirme nada. Creo que esos silencios, en esos momentos, siempre se agradecen.

Cuando llegué a mi casa Sofía ya se había ido. Fui a mi cama y lloré un rato, para después quedarme dormido. Después de eso volví a mis tardes solitarias y empecé con los recuerdos y con los mundos inventados, muchas veces ideales.

Así pasaron los años, y no volví a ver a Sofía.

Pero conforme pasó el tiempo, me fui dando cuenta, cada vez más, que gracias a un ratoncito, y sobretodo gracias a Sofía, fue (mal que bien) que escribí mis primeras líneas.

Y gracias a ella, también, aprendí que un cariño sincero, aunque sea temprano, permanece toda la vida, y no sucumbe al tiempo ni al olvido.

viernes, 11 de abril de 2008

Encuentros eternos

(He intentado escribir esto con un estilo distinto. A ver si se nota la diferencia con post anteriores o si se parece a “lo de siempre”. Bueno, ojala al menos se entienda).


Después de leer algunos posts antiguos, me di cuenta que casi siempre he escrito las cosas que me han dejado mal parado. Por eso decidí escribir esto, porque no siempre me va mal en todo, o al menos no del todo, que, creo, ya es bastante.

Por ejemplo, con María me fue bien; o en realidad me fue más que bien, me fue extraordinario. Aunque claro, como es una constante en mi vida, todo terminó muy rápido, porque duró dos semanas. Pero bueno, fueron dos semanas inolvidables, eso no se puede negar. Y fue durante esas dos semanas que tuvimos nuestro segundo encuentro.
Ahora explico porqué segundo.

María y yo nos conocimos creo que desde siempre, pues nuestras familias eran – y son – “amigas” (ambas del norte de Perú). Así que cada vez que nosotros íbamos al norte, o ellos venían a Lima, la pasábamos juntos, y jugábamos o corríamos por ahí todo el tiempo, sobre todo cuando éramos muy niños.

Recuerdo que así, entre juego y juego, llegó nuestro primer encuentro, que fue distinto al segundo, pero parecido también.

Teníamos 11 o 12 años y juntos descubrimos, escondidos, algunas cosas nuevas, sorpresivas, quizás intensas, pero dulces, eso si. Ese fue nuestro primer encuentro porque fueron varios días, y algo gracioso que me viene a la mente ahora es que a la hora de comer nos poníamos nerviosos y no hablábamos, sino que engullíamos todo, sin mirarnos, para después salir corriendo de la casa, a “jugar”. Ahora recuerdo todo eso con cariño y con alguna sonrisa. Y se me vienen más recuerdos, pero mejor lo dejamos ahí, porque mejor paso a lo del segundo encuentro y a su diferencia y similitud con el primero.

Después los viaje disminuyeron y aunque entonces nos vimos menos, siempre hubo complicidad y gran confianza, pero nunca tuvimos oportunidad más que para un besito travieso y fugaz, casi como jugando.

Y así pasaron algunos años hasta nuestro segundo encuentro, que fue, como ya dije, distinto al primero, pero muy parecido también.

Supongo que no se comprende muy bien esto de “distinto pero parecido”, pero creo que al final se entenderá.

María y sus padres se iban a vivir a España, a Madrid para empezar. Y creo que estuvieron en lo correcto con eso de “para empezar”, porque ahora ya no están en España, sino en Inglaterra, según supe la última vez.

Pero bueno, la cosa es que se quedaron poco más de dos semanas en mi casa y todo fue genial y dulce y nuevo y dulce otra vez y otras cosas también.


(Y acá viene un pequeño, pero creo que necesario paréntesis. En el post pasado conté mi triste y eréctil historia con Mary, y que ella también se quedó en mi casa y que casi pasa algo con ella. Bueno, lo que quiero explicar es que no con todas las que vienen a mi casa o se quedan unos días, pasa lo mismo, solo pasó con estas dos, aunque claro, fueron situaciones totalmente distintas. Así que ninguna señorita que venga, o quiera venir, tema por su integridad, a menos quiera, claro).


Cuando llegaron, no podía creer lo linda que estaba María. Siempre lo había sido, pero después de pasar un tiempo sin verla estaba preciosa, y había crecido mucho, y todo le había crecido mucho también. Creo que es la chica más linda con la que tenido algo. No, no creo, estoy seguro.

Recuerdo que el primer día fue todo tranquilo solo retomando algo de confianza, lo que al principio fue algo difícil por lo deslumbrado que estaba, pero con el paso de las horas todo fue como antes.

Al segundo día salimos, porque felizmente yo era el encargado de entretener a la hija de “mis tíos” (de cariño), y ahí si, a solas, comenzó nuestro segundo encuentro. Todo empezó como jugando, aunque suene como canción vieja, pero es la verdad. Entre las bromas y risas de siempre vinieron los roces de mano, los abrazos y luego besos, miles y más lindos e inolvidables cada vez. Y así nos pasamos la tarde y parte de la noche, y creo que así nos hubiéramos pasado la vida, si nos dejaban. Pero no. Siempre teníamos que regresar. Aunque al final, por paradójico que parezca, ya no quisimos salir de la casa. Ahora explico.

Ya al día siguiente volvimos a salir, pero esa vez además de la ternura y el cariño con que nos tratábamos, había algo más, algo que no estuvo presente cuando éramos muy niños: las hormonas; o lo que sea que causa la excitación. Si, era eso, excitación, lo demostramos y lo hablamos, claro que entre risa y risa. Recuerdo que cuando conversamos de ello, María me dijo “ay te pusiste nervioso, estás temblando”, y tuve que recordarle mi tembladera eterna y entonces me dijo “ah verdad, cómo pude olvidarlo” y nos reímos y le dije que por ella me temblaba el corazón, y otras cosas más, en fin, cosas que uno dice en esos momentos y que después recuerda con cierta vergüenza, pero que siempre diré que son frases necesarias en esos momentos.

Lo cierto es que teníamos que regresar a mi casa y entonces, después de comprobar “superficialmente” que a María las hormonas la estaban afectando mucho, le propuse, con todo el miedo del mundo, que me “visitara” en la noche. Felizmente ella aceptó, claro que después de poner cara de indignación solo para verme sufrir un ratito, porque según ella, así, después de sufrir un poquito, se disfrutan más las cosas. Recuerdo que el resto del camino la pasamos discutiendo, abrazados, ese tema. Yo decía que no, que mejor es simplemente disfrutar, pero María insistía y me decía que no la contradijera que ya vería que tenía razón. Aun espero que tenga razón.
Así empezó todo este segundo encuentro y creo que ya se puede notar que era parecido al primero porque el cariño y la ternura siguieron, pero fue diferente a la vez, porque ya éramos grandes y experimentamos más.

A veces uno no cree en el destino y se queja por ciertas cosas, pero esa vez el destino, o un pésimo arquitecto, o quizás ambos, me ayudaron. ¿Por qué?, porque cualquiera que conozca mi casa sabrá que mi cuarto tiene dos puertas. Si, dos. Una da a la salita donde todas las puertas se encuentran, y la otra da a una habitación para visitas. Que era la habitación de María (porque sus padres se quedaron en otro cuarto).

Bueno, gracias al destino, a un pésimo arquitecto o lo que sea, María y yo pudimos encontrarnos esa noche y las siguientes, todas las que pudimos, todas las que tuvimos.

La primera estuvo llena de nerviosismo pero fue bonita, memorable. Recuerdo que al comienzo estábamos muy conscientes de que éramos personas que se conocían de toda la vida, y al principio fue algo extraño, pero después todo fluyó. Lo que vino después, los días siguientes, fue un desbande total, una sobredosis de cariño, que, creo, es la mejor sobredosis que hay.

Esas dos semanas fueron inolvidables. Cuando salíamos íbamos de la mano, felices sin nadie que nos conociera, y en mi casa, escondidos, pero contentos.

Y debo confesar que quizás por una extrema excitación o porque en el fondo sabíamos que teníamos poco tiempo, hicimos el amor dos veces por día durante dos semanas, e incluso algunos días fueron tres. Es cierto. Como también es cierto que perdí muchos kilos, y me quedé muy débil porque casi ni comía. Pero valió la pena.

Recuerdo que lo hacíamos en la mañana, cuando todos estaban fuera, y a veces en las tardes, cuando había oportunidad. Pero las mejores ocasiones eran en las noches, cuando todos dormían.

Yo dejaba la puerta que daba a su cuarto entreabierta, y con la luz apagada simplemente esperaba por ella, muy ansioso, hasta que ella aparecía, con su ropita chiquita, siempre tan fácil de sacar, y me decía que yo tenía suerte que fuera verano, porque sino vendría con buzo y chompa, y yo le decía “ojala qué siempre sea verano en nuestra cama”, y ella solo reía, arrugando la nariz. Y otra vez esa frase de la cama me parece algo tonta, pero, como ya dije, en esos momentos eran frases necesarias.

Recuerdo también una noche que casi nos descubren, y pensamos acá se acabó todo, o acá se acabaron nuestras vidas, pero felizmente logramos salir airosos del percance. Era casi medianoche cuando el papá de María había ido a buscarla a su cuarto, y nosotros lo escuchamos. Después vino a mi cuarto, no sé si sospechando algo, o solo por preguntar, pero tuve que abrirle la puerta y decirle que tampoco sabía dónde estaba, aunque claro que lo sabía, la tenía dentro del closet de mi cuarto. Lo único que se me ocurrió fue decirle a su papá que la busque en la cocina y eso hizo, fue cuando María aprovechó para salir por la otra puerta y encontrarse con su papá para decirle que estaba tomando agua.

Si, esa vez estuvo cerca. Nos quedamos asustadísimos, pero eso no impidió que termináramos lo que habíamos dejado. “No dejes las cosas a medias” me dijo esa noche María, con una media sonrisa y sus ojos traviesos; “lo que se ha quedado a medias, con el susto, es mi erección”, le dije tratando de ser divertido, y luego la abracé y entonces si que no quedo nada a medias.

Y recuerdo otra noche en que casi también nos descubren fue cuando nos quedamos totalmente dormidos y ya amanecía, pero felizmente nos despertamos, mi erección y yo, aunque no sé si en ese orden, justo a tiempo para darme cuenta que el sol ya salía y que era mejor postergar un nuevo round para dentro de unas horas y enviar a María a su cuarto.

Y ahora recuerdo otras cosas de esas “noches secretas”, como las llamaba María, otras situaciones intensas y divertidas, otras frases algo bobas ahora pero necesarias en su tiempo, y tantas otras cosas, pero creo que eso no lo contaré. Es bueno siempre tener recuerditos secretos.

Cómo son las cosas, tantas anécdotas en tan poco tiempo, porque a veces así es la vida, te da de porrazo una gran dosis de buena vida, y ya depende de uno aprovecharla, o lamentarse por no hacerlo (como usualmente me ha pasado). Yo aproveché esa oportunidad, estoy seguro de ello.

También hay recuerdos fuera de mi cuarto, fuera de nuestra “base de operaciones” como le llamamos por esas dos semanas. Como cuando un día salimos a comprar gaseosa para el almuerzo en casa y por alguna razón lo olvidamos y regresamos 4 horas después, porque habíamos estado caminando y hablando.

O cuando tomamos más de la cuenta, por Miraflores, y no paramos hasta quedarnos sin un sol, porque toda la noche fue un brindis más que esto no se acaba, aunque sabíamos que ya se acaban las dos semanas; pero eso no importaba, aunque no tuviésemos como regresar a mi casa.

O ir al cine y no ver la película en absoluto y luego no saber qué decir cuando nos preguntaban en casa si nos había gustado y si habíamos caminado mucho porque estábamos muy agitados.

O los “besos picantes” de María, que solo me daba después de que salíamos a comer y ella probaba cantidades industriales de ají.

O… mil cosas más. En fin, tantas cosas que podría contar, pero esto no se acabaría nunca.

Lo que si se acabó fueron las dos semanas, y lo tomamos con mucha calma la verdad, aunque claro, también con cierta tristeza, porque ahí hubo mucho cariño, y perder eso duele, y duele hasta ahora, pero uno aprende a vivir con ello.

Ahora que lo recuerdo todo, sé que fue un lindo segundo encuentro, y no sé si habrá un tercero, eso nunca se sabe, eso depende de los tres, de María, de mi y del destino, y este ultimo siempre trae sorpresas, así que lo más seguro es que quién sabe.

Lo que si sé es que siempre recuerdo a la bella María, y no me avergüenza decir que a veces, en las noches, la busco en mi closet, con la esperanza de que esté ahí, escondida, esperándome.

miércoles, 2 de abril de 2008

I am so sweet

Conozco a Mary de manera inusual. Ha llegado a Lima y se queda en mi casa por unas semanas junto a su enamorado, Paul, con quien hice intercambio escolar tiempo atrás. Son de Estados Unidos.

Mary es alegre, inteligente y muy suelta. Es alta, pelirroja y tiene unos ojos celestes que siempre parecen divertidos.

Tomamos confianza rápidamente. Me cae bien. Me divierto con ella. Paul, en cambio, es apático, parece siempre aburrido; pero trato de que todo vaya bien. Años atrás, la relación, o amistad – si tal cosa existió –, entre Paul y yo no terminó de manera adecuada, por lo que ahora intento arreglar las cosas y, si no nos vemos más, que al menos todo haya terminado de forma pacífica.

Pasan los días y la relación entre Mary y yo mejora aun más. Ella duda mucho al hablar español, así que llegamos a un tipo de comunicación extraña: ella me habla casi todo el tiempo en ingles y yo hablo en castellano. Paul, por su parte, cuando no salimos, está en la PC todo el tiempo, viendo carros.

Vamos a los típicos lugares turísticos, y también a bares a beber diversos y variopintos tragos. También hemos salido a discotecas con otros amigos, y ahí Paul ha bebido más de la cuenta y Mary y yo hemos conversado y bromeado, llegando a temas sexuales. Una noche, en Barranco, ella me saca a bailar, y después de negarme fallidamente, salimos a la “pista”. Paul es un despojo humano debido a lo ebrio que está, así que trato de aprovechar un poco la situación. Sin embargo, es Mary quien toma la iniciativa, y a los pocos segundos eso deja de ser un baile, para convertirse en una mezcla de roces y toqueteos realmente descarados. Y yo feliz. Pero es tarde y todos quieren irse ya, así que tenemos que partir. Entonces pienso que en la próxima salida “la hago” de todas maneras.

Al día siguiente, vamos junto a unos amigos al centro de Lima. Ahí Mary y yo conversamos toda la tarde, y la pasamos muy bien, a ratos parece que yo fuera su enamorado y no Paul, que va siempre a paso lento, como aburrido de todo y prefiere hablar con los demás y fumar. En algún momento me siento mal, porque me dicen que soy mal amigo, pero luego pienso que en realidad Paul no es mi amigo, solo un compañero, o algo así, y que además yo no estoy forzando nada, solo me estoy “dejando llevar”.

Y así pasamos los días, conversando, bromeando y riendo todo el tiempo.

Tres días antes de que Mary y Paul continúen con su viaje, salimos una vez más. Nuevamente con otros amigos.

Y otra vez Paul se emborracha y otra vez Mary se acerca, pero esta vez de manera más directa, demasiado directa.

Empezamos a bromear y cuando Paul está en el baño, ella se sienta en mis piernas y rodea mi cuello con sus brazos, y yo no sé que hacer. Pero una amiga (mía) no nos deja seguir. Rato después, Paul sale de la disco a tomar aire. Yo pido una Frozen Margarita y después de unos sorbos me siento y coloco la copa entre mis piernas. De pronto, Mary se acerca. Mira la copa y nota que mis manos están temblando. Me pregunta qué pasa, y le digo que no se preocupe, que yo siempre tiemblo. Es cierto, mis manos siempre tiemblan un poco. Entonces Mary hace algo que nunca olvidaré: lame el borde de la copa mientras yo aun la tengo sobre mis piernas, a la altura de mi “pequeñez”. Lo hace sin dejar de mirarme, y con una sonrisa increíble. Después, introduce la lengua en el trago y revuelve el hielo con ella mientras me mira a los ojos y yo estoy totalmente sorprendido e inflamado. Pero nuevamente, la misma amiga viene a mi “rescate”, aunque yo quiero matarla.

Todo es demasiado extraño, así que decido emborracharme para tener más valor y poder reaccionar ante las arremetidas de Mary.

Mary me saca a bailar (porque yo nunca saco a bailar) y empieza a decirme que a ella le encante el sexo, y que ha sido el mejor sexo de muchos chicos. En ese momento yo estoy totalmente “rígido” y listo para lo que venga, pero, como siempre, actúo con lentitud, sin decirle nada oportuno en el momento. Lo único que hago para compensar mi silencio es hacerme el loco (aunque se supone que ya estoy loco) y sacar un halls. Pero Mary continúa y me pide uno, así que yo le muestro, a manera de broma, el que tengo en la boca y ella me lo saca con un beso, mientras usa su larga y escurridiza lengua para tomar el caramelo. Yo me quedo sorprendido.

Y entonces pasa lo que casi siempre me pasa.

Yo no sé si es debido a mi torpeza y lentitud en estos temas, o a que tengo mala suerte, o a que de alguna manera u otra respeto mucho (porque cualquier otro se la hubiera llevado a la cama hacía rato), o quizás la mezcla de todo esto… quién sabe. Pero bueno, Paul entra justo en ese momento, y felizmente no nos ve, pero todo se interrumpe. Todos nuestros amigos se reagrupan, ya no hay oportunidad de nada y yo me siento un tonto.

Ya en mi casa, no hago más que dar manotazos de ahogado. Paul se queda dormido al segundo. Entonces yo espero a que Mary entre al baño – que está al lado de mi cuarto – para hacer el último intento.

Espero unos minutos como un idiota, tratando de hacerme el distraído, hasta que ella llega. Entra al baño y permanece unos minutos. Cuando sale me mira y yo solo le hago un gesto con las cejas, mientras retrocedo y me siento en mi cama.

Mary se acerca. Yo solo le sonrió mientras la sangre empieza a bajar nuevamente. No digo nada. Entonces escuchamos que Paul tose y luego oímos algunos pasos.
Mary me da un beso cortito, fugaz y me dice “you are so sweet” y luego me da una palmadita en la mejilla, y se va.

Y yo me quedo pensando toda la noche en las cosas que debí decir o hacer y me doy cuenta entonces que debo dejar de pensar tanto y actuar más, para no terminar así, como tantas otras noches, con oportunidades perdidas y erecciones vanas.
Y me doy cuenta que soy un perfecto cojudo.

Pero al menos, me queda el consuelo de ser un cojudo dulce.