Estaba en el colegio cuando, en medio de mi soledad, mis
nervios y mi extrema timidez, conocí a la literatura. No sé cómo ni cuándo
exactamente, pero fue en el colegio donde empecé a disfrutar primero de las
narraciones de los profesores, luego de las lecturas (sobre todo de fábulas
rusas) y hasta parece que llegué a escribir algo. Digo “parece” porque he leído
en informes escolares que mis compañeros habían oído con mucha atención un
cuento que yo había escrito, un cuento del que no tengo mayor recuerdo, ni del
tema ni de la escritura, pero que según el informe, existió. Probablemente ahí
ya había empezado la curiosidad.
Algunos años más tarde, tampoco recuerdo con exactitud
cuándo, pero sí que aún era un niño, pedí por mi cumpleaños un regalo poco
usual para alguien de mi edad: una máquina de escribir. ¿Para qué? No tengo
idea. Solo sé que mi papá me la compró y era grande, pesada y blanca. Y
mi hermana me regaló algunas hojas bond y mi mamá me dio lapiceros (fueron, hoy
lo siento así, los mejores regalos del mundo). El siguiente recuerdo que tengo
de esa máquina es haberle escrito una carta a una niña que me gustaba.
Pasó el tiempo y no queda en mi memoria, más allá de las
lecturas de cuentos y fábulas, mayor acercamiento a la literatura. En mi
familia todo siempre ha sido negocios, dinero, trabajo y celebraciones. Para
música, literatura, cine, teatro o esas “cojudeces” nunca había tiempo. Así que
supongo que por eso no pude acceder más a ese mundo de las letras, y por eso,
también, es que siempre me he sentido tan alejado de ellos.
Sin embargo, lo siguiente que viene a mi mente es el regalo que me
hizo un primo, cuando yo tenía probablemente 15 años: un libro. Era “Un mundo
para Julius”, de Alfredo Bryce Echenique. Y recuerdo que dejé el libro de lado,
sin prestarle atención. Hasta que al año siguiente, también por mi cumpleaños,
el mismo primo me regaló un libro nuevamente. Lo extraño: era el mismo libro.
(Probablemente siempre regalaba ese libro). Entonces lo leí y el mundo cambió.
Un nuevo mundo apareció ante mí. Empecé a leer un poco más y a descubrir cómo,
en esos mundos de ficción, encontraba lo que en el mundo real – tan plano,
aburrido, limitante – no encontraba. Fue como un golpe que cambió todo.
El siguiente golpe llegó a los 17 años, de eso sí me
acuerdo: me había ido a Estados Unidos, como intercambio estudiantil, y preso
de los nervios y el terror a socializar que siempre he tenido (un terror que
conllevaba sudor de manos, tembladera, nauseas y dolores de barriga), me
refugié en los libros. Además, vivía en Boston, en una zona cercana al mar, en
pleno invierno, con quince grados bajo cero, así que el tiempo que no estaba en
el colegio, lo pasaba en casa, en mi habitación, solo, abrigado, tomando café y
leyendo. Fue entonces cuando mi papá empezó a comprarme libros (algo que haría
por años, hasta que pude comprármelos yo) y me envió, por pedido mío, algunos de
Lima a Boston. Ahí, en el año 2001, en medio del frio, la soledad y las muchas
ganas de irme, leí a Cervantes, Palma, Shakespeare y, sobre todo, a Vargas
Llosa. Fue ahí cuando descubrí a ese maestro de la literatura y todo volvió a
remecerse. Recuerdo que leí “Fiesta del
chivo” con un interés, un gusto y una pasión que nunca antes había
experimentado. En mi habitación, en medio de la clase, en cualquier parte, viví
esa historia, sin poder dejar de pensar en ella ni detenerme hasta terminarla, disfrutando
no solo de la historia en sí, sino también (aunque por entonces no lo sabía muy bien) del estilo, la estructura, la complejidad y
riqueza que esa obra posee.
Tiempo después, ya en Lima, escapándome de clases de la
universidad (a donde había ingresado a ingeniería industrial simplemente porque
eso quería mi familia), leí (nuevamente) con una voracidad, interés y pasión
que no había experimentado antes, dos novelas que también me marcarían para
siempre: “La vida exagerada de Martín Romaña” y “El hombre que hablaba de
Octavia de Cádiz “, de Alfredo Bryce, dos de mis novelas favoritas. Con esas
obras descubrí, quizás sin darme cuenta aún del todo por entonces, que había
algo más que la mera técnica, que la literatura podía no solo hacerte vivir e
imaginar, sino sentir, sufrir, disfrutar, reír o llorar. ¿Cómo se logra eso?
Sigo buscando la respuesta.
Y así pasaron los años y fui descubriendo cada vez más
autores e historias, y también empecé a sentir un leve interés por la forma, la
estructura, el estilo. Así entré a algunos talleres. Entonces empecé, por fin,
a experimentar ese gusto y ese deseo: escribir.
Comencé intantando escribir cuentos. Lo hacía buscando o esperando la
“inspiración”, corriendo al teclado o al papel cuando esta, supuestamente,
llegaba. Y aunque logré terminar algunas de esas historias, nunca me llegaron a
gustar o convencer. Algunas desaparecieron para siempre cuando se malogró mi
pc, mientras que otras han quedado en apuntes que nunca he vuelto a ver. Pero
ya había empezado.
Años después, por el 2003 o 2004, en medio de intentos
fallidos de escribir, se me ocurrió una historia. Intenté escribir un cuento,
pero no me salía como pensaba. Entonces lo dejé ahí. Seguí intentando con otros
temas, hasta que por el año 2007, abrí este blog. Entonces, en medio de los
posts que colgaba, se me ocurrió que quizás esa historia que había imaginado
podría estar acá, pero tampoco me convenció. Nuevamente intenté que fuera un
cuento, pero una vez más fallé. La historia me envolvía, crecía en mi mente, se
ampliaba hasta límites insospechados, pero no tomaba ningún apunte, lo que
escribía y no me gustaba, lo borraba. Pero ya se había convertido en un tema
recurrente, casi en una obsesión.
Ya por el 2008, la literatura era lo que más me gustaba,
pero como lector. Y además empecé a leer un poco más sobre técnica, sobre estilos y
estructuras, a admirar cada día más a muchos escritores, pero sobre todos a mis
tres favoritos: Bryce, Vargas Llosa y Ribeyro. Pero algo se me escapaba, algo
que aprendería de ellos en los años venideros y que generaría que el gusto y el
deseo, que la experimentación y la costumbre, se convirtiese en una feliz
rutina que terminaría, quizás, en una dependencia y una adicción.
Mientras la historia que no podía olvidar seguía creciendo
en mi cabeza, escribí otros cuentos, poniéndole algo más de empeño, pero
siempre en cualquier espacio libre que tuviese, nunca dándole un horario. Llegó
el 2009 y la historia ya era inmensa en mi mente, con varios personajes, con
diversas tramas, con un final, con todo. Entonces se me ocurrió: ¿Y si intento
escribir una novela? La idea quedó ahí y dejé que todo siguiese creciendo,
hasta que fue, realmente, insoportable. Recién entonces, tantos años después de
idear esa breve historia original, empecé a tomar apuntes durante algunos meses.
Por aquellos años, después de tener un muy buen trabajo (mi primer y
prácticamente único trabajo), me fui de viaje (interrumpiendo la escritura) y
al regresar estuve sin nada qué hacer por varios meses, en los que me dediqué a
dormir, comer y estar con mi enamorada: Alejandra. Los apuntes quedaron
olvidados.
Ya en el 2010, retomé las anotaciones hasta que sentí que era el
momento de empezar, por fin, a escribir esa historia. Recuerdo que cuando tuve
la página en blanco ante mí, no supe qué hacer. Una novela, como mínimo, puede
tener 200 páginas y yo no sabía cómo podía llenar media hoja. Entonces empecé
a hacer, sin saber bien cómo, algo que con el tiempo descubriría que era fundamental:
la planificación. Empecé a establecer los pasos de la historia, a crear la
estructura, a buscar la mejor forma de narrar. Meses más tarde, empecé a
escribir en las madrugadas, sintiendo esa sensación de flotar, de estar fuera
de este mundo, de escribir palabras sin saber bien cómo llegan a uno. Pero era
inconstante, para nada disciplinado y escribía solo cuando me placía o no tenía
otra cosa qué hacer.
Fue recién en el 2011 cuando me decidí. Si quería realmente
escribir y no obtener como resultado un absoluto fiasco, debía tener
perseverancia, disciplina y un horario. Ayudó el hecho de leer también
biografías y entrevistas, en los que los escritores hablaban del compromiso, la
disciplina, la terquedad que se debía tener.
Entonces dije en mi casa que había conseguido un trabajo (en
un periódico) y que tenía que salir muy temprano (lo que obviamente era mentira). Y eso empecé a hacer: me
despertaba a las 5:30 y a eso de las 6 salía de mi casa rumbo a la Universidad
de Lima, con mis apuntes, mi computadora y un termo lleno de café. Así empecé a
crear la costumbre. De lunes a sábado, empecé a escribir y, sobre todo, a
corregir, como loco, a tachar las hojas innumerables veces, sin dejar
prácticamente nada en blanco, sintiéndome feliz, exaltado, pleno. Fueron meses
vivificantes, que recuerdo con cariño.
Pasó el tiempo y mi relación con Alejandra fue creciendo y
asentándose, llegando a alquilar un pequeño departamento donde ella viviría y
yo podría ir cuando quisiera. Ya para entonces la tonta idea de buscar o esperar
a la inspiración había desaparecido. Lo había experimentado y sobre todo lo
había aprendido de quienes más admiraba, en especial de Vargas Llosa: todo era
trabajo, disciplina, perseverancia, compromiso. Y así, perseverante y
disciplinadamente, empecé a ir al departamento todas las mañanas, cuando
Alejandra ya se había ido a trabajar, a seguir escribiendo. La soledad era
plena y absoluta, y yo era feliz, escribiendo y corrigiendo sin parar. Hasta
que un día terminé la historia. ¿Y ahora, qué hago? Pensé.
Lo que hice fue seguir
escribiendo.
La historia, a la que titulé “Volver”, me había gustado
conforme crecía en mi mente, y ya escrita me dejó satisfecho. Sin embargo, ya pasado el tiempo, la encuentro algo pretenciosa, con fallas y cosas por corregir. Quizás algún
día lo haga.
Lo que no cambiaría por nada son esas mañanas tan
vivificantes, intentas, llenas de felicidad que aquella historia me trajo.
Aunque también hubo momentos de furia y frustración, ganan los buenos momentos.
Y no hubo descanso. Pocas semanas después, retomé algunos
apuntes que había hecho en mitad de la escritura de “Volver” y empecé a
desarrollarlos. Así nació “La historia de los asesinatos”, otro
intento de novela, que ocupó mi vida, mis mañanas y varias tardes, durante poco
más de un año. En ese año, además, Alejandra dejó de ser mi enamorada y se
convirtió en mi esposa. Nos mudamos a un departamento más grande, y ahí
establecí mi biblioteca y seguí escribiendo, y sobre todo corrigiendo, con
furia, pasión y felicidad. Nuevamente, mañanas impagables, irrepetibles, llenas
de sensaciones que me llevaron a pensar en algo: la mayoría de personas tiene,
a lo largo de sus días, algún momento de felicidad, dicha o exaltación,
mientras que yo experimentaba eso a diario, todas las mañanas. ¿Podía ser más
feliz? Mi jornada diaria era de tres o cuatro horas de literatura y luego salía
al “mundo real”, a hacer lo que hacían los demás.
Pasó el tiempo y a fines del 2012 también terminé “La
historia de los asesinatos”, una nueva experiencia que nunca podré olvidar.
Ahora, pasado el tiempo, encuentro que la novela (o intento de novela) tiene algunas partes correctas, algunas
pocas cosas interesantes, pero no es grandiosa, memorable ni nada parecido. ¿Qué hice con la
novela? Lo mismo que con “Volver”: guardarla en un cajón, junto a las
innumerables hojas de borradores llenos de tachas y garabatos, y dejarla ahí. Y
debo decir nuevamente que, pese a que el resultado hoy por hoy no me convence,
volvería a repetir esas mañanas tan felices que viví.
Lo que vino después fue ya en febrero de 2013. Alejandra
estaba embarazada y había renunciado a su trabajo, mientras que yo no tenía
nada qué hacer porque nuestra tienda estaba en remodelación y, gracias también
a nuestros ahorros, viviríamos largos meses sin hacer absolutamente nada más
que cuidar del embarazo. Sin embargo, yo tenía una actividad en mente a la que,
después de poco más de dos meses, ya necesitaba volver. Me sentía raro sin
escribir ni corregir nada, me sentía vacío, aburrido y ansioso. Así que una
mañana me decidí y volví a despertarme temprano y a tomar apuntes. Pero esta
vez no estaba solo en la casa y mi forma de escribir, golpeando casi con furia
el teclado, incomodaba a Alejandra. La solución: llevarme una mesita, una
silla, mis apuntes, lapiceros y pc a un cuarto que usábamos como depósito. Ahí
empecé una nueva historia, que quería que fuese una novela simple y corta. Pero
algo distinto pasó entonces: empezaba en la mañana muy temprano, y luego paraba
para desayunar. Luego continuaba y solo me detenía a la hora del almuerzo.
Finalmente retomaba la escritura o corrección y ya cerca de las 6, agotado,
volvía al mundo real. A veces me sentía un poco mal, por dejar a
Alejandra sola viendo tele todo el día, pero dado que estábamos viviendo de
nuestros ahorros, y que a lo mucho podía sentarme a ver tele con ella, no dejé
mi rutina (aunque la sensación de malestar me rondaba siempre).
Aquella historia, que titulé “Llevo tu sonrisa”, me tomó
poco menos de medio año, a un ritmo que no había tenido antes. Sin embargo, el
resultado no fue el deseado (aunque quizás necesite más tiempo para dar una
idea más válida), sobre todo por una absurda razón: me enteré de un premio de
novela corta y me apresuré en terminar la novela, sin darle algo más de
profundidad. (También la encuentro algo forzada, poco natural). Finalmente no la envié y pasó a formar parte de mis archivos
guardados en un cajón. A veces pienso que todo ese tiempo libre lo hubiese
utilizado en corregir o reescribir las dos novelas (o intentos de novelas) previas, pero lo hecho,
hecho está. Y probablemente también influyó en la escritura la culpa que a veces sentía, sobre todo cuando los ahorros ya
habían disminuido bastante, la misma culpa que todo el tiempo me ha llegado,
cuando no tenía trabajo o dinero, o cuando lo que había escrito me parecía pura
basura: ¿Para qué hago eso? ¿Con qué fin? ¿Sirvo si quiera para esto? ¿Y si me
dedico a trabajar, crecer y dejo esto para siempre?
Esas dudas también habían llegado en las dos o tres veces en
las que envié algún cuento a concursos y no obtuve nada. Sin embargo, ya había
nacido en mí la necesidad de escribir, una necesidad que no podía
contrarrestar ni siquiera con esos (digamos) resultados adversos.
Y así nuevamente, ya en junio de 2013, volví a tomar apuntes
para una cuarta novela, que sería lo más grande que había hecho. Pero lo dejé
todo a medias.
Primero, fue por el nacimiento de Sofía, mi hija. La
felicidad y los cuidados me llevaron a parar por algunos días o semanas, aunque
no podía dejar de pensar en la historia que quería desarrollar. No podía
quitarme de la mente eso que tanto me llenaba. Finalmente volví a mi rutina
literaria, aunque no me sentía del todo cómodo, por no estar al lado de mi hijita y
verla y cuidarla. La solución fue aprovechar las horas en que ella dormía o lactaba, para volver a mis apuntes.
Pero todo quedó en anotaciones y algunas pocas páginas escritas,
porque ya cerca a noviembre (las vacaciones forzadas se habían alargado) era la
hora de volver a trabajar. Las siguientes semanas fueron de preparativos,
inversiones y cansancio. Y aunque seguí tratando de mantener algún horario para
escribir, todo se volvió imposible a mediados de noviembre y durante todo
diciembre.
Por entonces, sin tiempo pero sin poder dejar de pensar en la literatura, se me ocurrió dejar la novela de lado y hacer
algo que nunca había hecho de una manera (ni si quiera medianamente)
satisfactoria: escribir cuentos. Todo lo que había hecho era malo o regular,
aunque tenía dos o tres historias que me gustaban. Una de esas historias las había
escrito en mis momentos de dudas y desazón, en medio de las vacaciones forzadas
y la disminución drástica del dinero, y la había titulado “La vida inédita”. La
historia era sobre un hombre que lo había dado y hecho todo por convertirse en
escritor, pero que había terminado muerto y olvidado. Entonces se me ocurrió
escribir diez o doce cuentos en torno a ese título y a esa idea, pero no había
tiempo ni condiciones para hacerlo.
Llegado enero de este año (2014), empecé a sentir nuevamente
la necesidad cada vez más creciente de leer y escribir, sin poder hacer ninguna
de las dos. Entonces empecé a experimentar lo de siempre: mal humor, desgano,
aburrimiento. Finalmente compré un cuaderno y tomé apuntes de cerca de catorce
cuentos, pero ahí han quedado. Pasó febrero y ha llegado marzo, y entre el
trabajo y la casa, no puedo encontrar el momento ni el lugar para poder si
quiera leer, mucho menos escribir.
Dados los desalentadores resultados previos y las pocas
condiciones actuales para hacer eso que tanto me gusta, la duda ha vuelto:
¿vale la pena seguir intentando?
Seguramente – hay que aceptarlo, de nada vale engañarse – no
tengo el talento ni la capacidad necesaria para llegar a ser un escritor, pero
he descubierto lo que mucha gente vive buscando toda su vida: una forma de ser
feliz. No importa que al final todo pase a ser guardado a un cajón. Total, la
felicidad es de uno, no se publica ni se pasa en limpio, simplemente se siente
y se vive. (Por cierto, sí me considero un buen lector. Quizás por eso puedo reconocer y aceptar todas mis limitaciones e incapacidades con algo más de facilidad).
Además, no voy a bajar los brazos, porque uno nunca sabe, y
porque como dice mi admirado Vargas Llosa: la literatura es tanto una vocación
como una disciplina, un trabajo y una terquedad.
Y tarde o temprano, de una manera u otra, sé que volveré a
escribir, a sufrir y enfurecerme, a reírme y exaltarme, todo ante una página
llena o en blanco. Porque es una necesidad. Porque esa es mi manera de sentirme
lleno, pleno y feliz. Y porque, citando Flaubert: escribir es una manera de
vivir.