Es de madrugada. Humberto, Germán, Daniel y yo estamos en mi casa. Estamos ebrios. Nos conocemos – realmente – de toda la vida. Somos grandes amigos. De un momento a otro, supongo que por la borrachera, pensamos en salir, pero no sabemos a dónde. De pronto, a alguien se le ocurre que ya es hora de que Daniel pierda la virginidad. Es el único virgen del grupo. Así que sin decirle nada lo llevamos a un prostíbulo que conoce Germán. En el camino, le contamos lo que vamos a hacer. Al principio dice que no, que el prefiere esperar a una chica que no cobre, pero luego le grita al taxista: “maestro voy tirar”. Todos nos reímos, Daniel está más borracho que todos, como usualmente ocurre. Llegamos al local. Entramos. Hay 4 o 5 chicas que se quedan mirándonos a la espera de que las escojamos. Daniel duda, parece que no quiere. Germán, gran conocedor de estos locales, lo anima, y se anima también. Escoge a una chica y pregunta por otra. Le dicen que está “atendiendo”. Germán le dice a Daniel que espere a que salga esa chica. Daniel no responde. Humberto y yo decimos que pasamos, que no queremos “atendernos”. A los pocos minutos que Germán entra con una de las chicas al cuarto, sale la destinada a Daniel. Germán asoma la cabeza por la puerta y ve a Daniel aun dudando, y le grita: “oye apúrate pues, mira que a mi me tocó la más vieja”. Humberto y yo nos morimos de la risa, y entonces las señoritas meretrices nos dicen que si no vamos a atendernos, por favor esperemos afuera. Salimos y dejamos a Daniel y Germán adentro. Después de algunos minutos, sale Daniel con una cara de borracho increíble, y nos dice: “sólo lo hicimos un ratito porque después ya no se me paró”. Entonces, Humberto y yo le damos nuestro apoyo brevemente, para después burlarnos por toda la eternidad.
Alberto y Cecilia son enamorados desde hace cinco meses. Se quieren. Han aprendido y descubierto muchas cosas juntos, menos una: el sexo. Pero el deseo ya está presente y se vuelve incontrolable. Una tarde, Alberto y Cecilia van a la casa de este, pues su hermano está en la universidad y sus padres trabajan hasta tarde. Entran al cuarto de Alberto y simplemente se dejan llevar. Se abrazan, se besan y las manos empiezan también a hacer su parte. Están nerviosos, pero ambos se dejan llevar por el momento. Alberto se sienta en la parte baja del camarote que comparte con su hermano y Cecilia hace lo mismo. Se miran por unos segundos y sonríen. Están nerviosos. Alberto toma la iniciativa y empieza a besar a Cecilia nuevamente. Esta vez se tocan más, y se echan en la cama. Se desvisten con torpeza, y lo hacen. Después se quedan desvestidos y abrazados, pero de pronto se oyen unos ruidos. Es el hermano de Alberto, Jaime. Alberto y Cecilia no saben que hacer, no tienen tiempo de vestirse, así que se esconden en el closet. Jaime entra junto a su enamorada. Se besan. Ella se pone de rodillas y le brinda placer. Luego se echan a la cama y hacen movimientos y piruetas insospechadas para Alberto y Cecilia, quienes consternados observan y aprenden.
Conozco a Marianella a través de unos amigos en el inglés. Parece que no le agrado y, probablemente por ello, ella tampoco me agrada. Salimos en grupo un par de veces. En una de esas oportunidades tomamos más de la cuenta. Marianella se emborracha y empieza a hablarme con total confianza y hasta con simpatía. Me da risa. La próxima vez que nos vemos, ya sobria, vuelve a la indiferencia. Unos amigos me cuentan que, según ella, no le caigo porque hablo poco y a ella le hablo menos, que parece que me aburre su presencia. En la próxima salida propongo ir a tomar. Todos dicen ya. Esta vez si hemos tomado más de lo debido. Cuando me doy cuenta Marianella y yo estamos conversando de lo lindo y riéndonos de no se qué. Cuando me levanto para ir al baño, ella me pregunta a dónde voy, cuando le respondo ella me dice que también quiere ir. Los baños están al fondo de una especie de pasillo. Cuando abro la puerta del baño, siento que alguien se acerca atrás mío, es Marianella. Me besa. Aprovecho la situación y toqueteo. Se deja. Sin soltarnos entramos al baño y nos metemos a un cubículo. La embriaguez me da valor y decido seguir hasta “el final”. Cuando recién empezamos a hacerlo (de pie), entra alguien. Es el encargado de limpieza. Pregunta si todo está bien, seguramente debido al ruido que hemos hecho. Yo le digo que si, y el hombre sale. Entonces, le digo a Marianella que tenemos que salir rápido, mientras me siento acongojado y aliviado a la vez. Acongojado porque no podré seguir disfrutando de esa primera y celestial experiencia. Y aliviado, porque gracias a la interrupción tengo una excusa para mi “primeriza rapidez”.