viernes, 23 de noviembre de 2007

Silencios que prefiero callar (1)

El tocadiscos del abuelo

Recuerdo a mi abuelo con la misma e imborrable imagen: alto y erguido, los cabellos negros y crespos, la piel algo oscura y las facciones de mulato. Siempre con los gruesos lentes puestos, con zapatos brillantes, pantalones de vestir claros y camisas oscuras. Siempre elegante.

Recuerdo sobretodo el cariño que me tenía, un cariño correspondido y al que se le sumaba mi admiración. (Admiración y cariño que han crecido con el tiempo).

Había sido boxeador de joven, y gran nadador también. Mi mamá y mi abuela me contaban sus hazañas. Nadie podía permanecer más tiempo bajo el agua; tampoco le ganaban boxeando, era recio, fuerte. Una vez lo esperaron en la calle y lo golpearon entre cinco. Mi abuela me lo contaba, muchos años después, aun preocupada, mientras yo pensaba, con cierto orgullo, que sólo cinco hombres podían vencer a mi abuelo.

En sus últimos años, iba a mi casa a diario a la hora del almuerzo. Siempre me llevaba chocolates, y me preguntaba por el colegio, y me hablaba de fútbol (sobretodo del Alianza, aunque yo soy de la U).

Fue por esa época que noté que sus manos comenzaban a temblar, y que le empezaba a ser difícil comer. Sus pasos también se habían hecho más lentos.

De pronto, un día, dejó de ir a mi casa. Había enfermado.

Ahora era mi madre quien iba a verlo todos los días. Sus otras hijas, a quienes tengo que llamar tías, no lo veían muy a menudo, pese a que vivía a pocas cuadras.

Yo tenía once años, o algo así, y quería ir a verlo, pero mi mamá no me dejaba, y mi papá hacía sus mejores esfuerzos por distraerme. Sin embargo, ante tanta insistencia, cedieron.

Recuerdo cuando entré a la casa de mi abuelo: todo seguía igual, como siempre, como cuando era mucho menor y pasaba los días ahí.

Estaba el gran reloj antiguo, con un péndulo incansable; el cuadro en el que salía mi madre, vestida y peinada de una manera extraña, y recibiendo un ramo de flores; el perchero en el que habían colgados dos sombreros, el televisor inmenso y cuadrado, y el tocadiscos. Todo estaba ahí.

Vi a mi abuelo echado en la cama. Tenía lo ojos entrecerrados, estaba algo más delgado. Cuando me vio se sentó, y conversamos un instante. Le hablé del tocadiscos, le dije que me acordaba de las canciones que me hacía escuchar cuando era más chico, sobretodo una que era sobre Drácula, y decía draculín, draculón, y le dije que la canción me daba risa, pero después me daba miedo. Mi abuelo sonrió, y me dijo que todas las semanas tenía que comprar un disco nuevo para sorprenderme, para tratar de superar a Drácula, y que nunca lo conseguía, pero que le alegraba que me acordara de las canciones, y me preguntó si me habían gustado los discos de boleros que me había enseñado el año pasado. Tuve que decirle que si. Hablamos un rato más, hasta que tuve que irme, me obligaban a irme. Vengo mañana, le dije. Pero no me dejaron. Volví dos semanas después.


Cuando regresé, su voz estaba muy débil, la mirada algo perdida, sus mejillas parecían haberse desinflado. Lo saludé como siempre, con un beso. Nunca lo había visto así, quería llorar, pero me contuve. Llegó un primo, y entre los tres conversamos un rato. La voz de mi abuelo era débil, entrecortada. Cuando tuvo deseos de ir al baño, mi primo y yo intentamos ayudarlo; pero él no quiso, se molestó. Sonreí, sintiendo algo de ternura, pero también pena. Fue y volvió del baño con paso lento, arrastrando los pies, y por primera vez algo encorvado. Hablamos un rato más, hasta que mi madre me dijo que era hora de irnos a la casa. No quería hacerlo, podía dormir en un mueble, o en la silla. Pero mi mamá no quiso. (La comprendo).

Recuerdo nuestra despedida: “Chau, vuelvo en estos días” le dije, mientras le daba un abrazo; “Chau hijito” respondió mi abuelo, y me besó en la frente. Fue la última vez que lo vi.

Tres días después de verlo lo internaron en una clínica. Pero sólo fue por una semana. Durante esos días casi no vi a mi mamá; ella pasaba todo el tiempo, junto a algunas primas, acompañando a mi abuelo.

Yo sentía pena; una pena que se mezclaba con rabia. Pensaba en que yo nunca sería con mis padres como las hermanas de mi madre eran con mi abuelo.

Una noche, mi madre llegó a casa con algunos familiares. Estaba irreconocible, algo mareada. Le habían dado calmantes. Mi abuelo había muerto. Recibí la noticia tranquilo, calmado. Mi actitud me sorprendió.

Ya en los funerales y entierro, sentía que muchas de las personas que estaban ahí podían llevar mi sangre, pero no eran más mi familia. Ya nada nos unía. No quería verlos más, ni pensar en ellos, sobretodo cuando me enteré, algún tiempo después, que en lo últimos días de mi abuelo, habían hecho que firmase algunos papeles y que les heredase la casa. No volví a verlos en mucho tiempo.

No vi a mi abuelo en su ataúd. No quería. Nunca he tenido interés en ver cadáveres, sobretodo los de mis seres queridos. Prefiero recordarlos con las imágenes que tengo de ellos, imágenes mentales, de recuerdos, de cariño.

Seguí tranquilo todo el tiempo, hasta el momento del entierro. Entonces lloré.

Y pasaron los años.

Un día, mientras pensaba en mi abuelo, me di cuenta que no tenía ningún recuerdo físico, ni una foto, ni nada de él. Entonces recordé el tocadiscos, las canciones, Drácula. Dudé mucho tiempo, hasta que me decidí; iría a la casa de mi abuelo. Quería, y necesitaba, tener algún recuerdo suyo.

Cuando llegué a la casa, las personas que me recibieron me parecían lejanas, extrañas. Ellos se sorprendieron al verme, y me dijeron que pasase. Se mostraron algo afectuosos, y mientras entrábamos a la sala me preguntaban por mi mamá, por mi padre, por mis hermanos, por la universidad. Yo sólo respondía “bien, bien”. La sala había cambiado un poco. El gran reloj seguía en su lugar, igual que el cuadro de mi madre, pero el perchero ya no estaba. El televisor tampoco era el mismo, ahora tenían un pantalla plana, rodeado de pequeños parlantes (sistema surround). El tocadiscos tampoco seguía ahí. En su lugar había un equipo de sonido, con parlantes inmensos.

- ¿Y el tocadiscos del abuelo? – pregunté
- Ah, eso ya no se usa ahora pues – respondió una de los personas que tenía al frente – ya no sirve para nada, lo botamos.

En ese momento sentí pena, rabia, odio. Simulé recibir un mensaje al celular, y luego una llamada. Les dije que sólo estaba de paso, que tenía que irme por asuntos de la universidad. Me dijeron que vuelva pronto, que los visitara. Traté de sonreír y me fui.

Recuerdo cómo, rumbo a mi casa, pensaba en las canciones del tocadiscos, sobretodo en la de Drácula, y pensé que quizás nunca más la oiría. Tenía razón.

Pensé en mi abuelo, y hablé con él, como lo hago todos los días. Como siempre lo he hecho. Como siempre lo haré.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanto y me dio penita :(
Ya volvere a leerte.
(ves que no te insulte? ;P)

Pilar

JoseLo dijo...

puma: como te comente ese dia en tu casa: "muy muy bueno".
espero ansiosamente el silencio que prefiero callar (2)
somos los mondis!

Anónimo dijo...

puma? jaja

oe está chevere ah., lo he leido dos veces (Gonz)