La presencia de chica del paradero, que vi hoy, primero de espaldas, con un pantalón negro, elegante, apretado, extremadamente apretado, gloriosamente apretado. Fue imposible no notar, ni dejar de mirar, su parte trasera; redonda, compacta, firme, levantada, monumental. Luego su rostro. Mejillas claras, con rubor algo excesivo, pero que a ella le quedaba bien; aunque supongo que a ella todo le quedaría bien, y sería perfecto si no llevara nada. Bienaventurado el que tenga o haya tenido la dicha de verla en su natural y perfecta desnudez. Tenía facciones finas y llevaba un cerquillo gracioso, milenario, como Cleopatra; un cerquillo que era el marco perfecto para sus ojos y su mirada. Podía tener 18 como 22 años, pero tenía mirada de niña, graciosa, inocente. Permanecí contemplándola por unos minutos, con el deseo de decirle que me parecía preciosa, pero no lo hice. Luego subí al bus, y la perdí de vista. Su imagen se disolvió en la lejanía.
La chica que apareció en Barranco, por el Puente, con una voz celestial, que no era peruana, por el acento que tenía. Un acento colombiano o venezolano, o de algún lugar del Caribe; un acento que encandilaba, adormecía, lo ponía a uno sobre las nubes. Solo le oí un par de palabras, cuando me preguntó algo. Esas palabras bastaron para quedarme encantado, pero no fue todo. Tenía risa fácil, mirada alegre y mejillas redondeadas, como otras partes de su cuerpo. Era un cuerpo esculpido no solo por la naturaleza, sino también por los dioses. Y la chica no tenía reparos en mostrar esos atributos divinos, que desencadenaban deseos terrenales. Llevaba un escote que mostraba unos pechos lozanos, firmes, perfectos, que parecían querer salir de la opresión en que se encontraban, y mostrarse al mundo, y deslumbrarlo. Y así como apareció, y me arrulló con su voz, se fue, moviendo sus monumentales caderas, que continuaban y se cerraban en una cintura breve, frágil. Se fue caminando alegremente, dejando primero felices y luego desdichados a todos los que la contemplaban; porque en su caminar, en los pasos seguros que daba, dejaba atrás también la esperanza de cualquier simple mortal de posar algo más que la mirada sobre su perfecta figura.
La aparición de la chica que subió al bus en la mañana. En medio de toda la gente que subía y bajaba – personas típicas, simples mortales – apareció ella, de la nada. Fue su rostro lo que me llamo la atención. Un rostro pálido, singular, casi perfecto, que contrastaba, por la tonalidad, con sus labios, muy rojos, natural pero no terrenalmente rojos; labios que mostraban seriedad, enigma, misterio, como su mirada, que parecía no posarse en nada ni en nadie, una mirada altiva pero serena. Esa chica no merecía ni debía andar en buses, es más, parecía que podía flotar. Era delgada, vestía bien, elegante pero no en exceso. Por algún motivo tuve la impresión que iba a una entrevista de trabajo, y que seguro lo conseguiría. A una chica así no puede decírsele que no. Bajó en el mismo lugar que yo, pero mientras yo caminé hacia la derecha, esperando que ella siguiese la misma ruta, para poder contemplarla un momento más, ella cruzó la pista, casi sin posar sus pies sobre la tierra, serena, sin mirar a los autos, en su mundo. Y así desapareció, por entre las calles, como una aparición divina.
[Update] La chica que acaba de aparecerse, hace unos minutos, cuando yo ingresaba a la biblioteca. Vi sus ojos, nada más, por un instante mágico, ojos celestes, inmensos, profundos, ojos de gata, ojos divinos, mirada penetrante, pestañas risadas, ojos por los que cualquiera, dichoso, se perdería. Y luego el resto de su ser. Cejas y cabellos claros, delgada figura, parada relajada, labios pequeños. Nada importa tanto. Su mirada fue todo. Seguí mi camino, subiendo las escaleras, volteé para tratar de verla nuevamente, para tratar de perderme en su mirada y quedarme ahí, si fuera posible. Pero sólo la vi alejarse, perderse en la noche que ya ha comenzado, desaparecer en la nada, dejándome perdido, sin poder volver a perderme en su mirada.
Apariciones divinas, fugaces, casi instantáneas, que me dejan pensando en la posibilidad de seres no terrenales, seres celestiales, seres enviados a la tierra sólo por unos instantes, para dejarnos su huella y llevarnos al espacio de lo divino al menos por unos minutos o segundos, para después dejarnos, desolados, ante nuestra inminente condición de simples mortales.