miércoles, 17 de agosto de 2011

Laberinto...

Desde hace un tiempo veo a Borges en diversos lugares, en diferentes estados, haciendo diversas actividades. Pero eso es imposible, porque Borges está muerto. Sin embargo, lo encontré la primera vez vestido de traje, tomando un café, mirando al vacío, esbozando una sonrisa. Lo vi, también, como un guardián, serio, parco, caminando por entre la gente, pero sin dignarse a mirar a nadie. Lo vi ayer, otra vez, mendigando, sentado sobre una vereda, con la mirada perdida, con el ojo derecho casi cerrado, con la nariz algo ancha, las canas peinadas hacia atrás y la frente amplia, envuelto en una extraña y mísera dignidad.

Es una especie de laberinto en el que me encuentro, porque por donde voy encuentro a Borges. Es un sinsentido, porque no todos pueden ser Borges y, además, Borges ya no está. En conclusión, dada la imposibilidad que muestra la razón, puedo decir que todos esos hombres son, efectivamente, Borges.

domingo, 24 de julio de 2011

El hombre se despierta, de lunes a sábado, al amanecer. Aunque el despertador suena a las 5:55, él ya está expentante desde varios minutos antes.

El hombre se levanta -no siempre sin pereza- se asea, viste y llena su termo con café extracargado y sale, sin que nadie lo sepa, rumbo a la universidad en la que estudió hace algunos años, para encontrarse, aunque sea por algunos minutos, con la felicidad.

El hombre ha dicho en su casa que tiene un trabajo de un par de horas en la mañana y por eso sale siempre tan temprano, muy abrigado, con su mochila y un termo. Sin embargo, ese trabajo no existe, así como tampoco existe el pago que el hombre ha dicho que recibe mensualmente. Lo único que recibe es ráfagas diarias y matutinas de esa cosa siempre tan abstracta, breve y evasiva que conocemos como felicidad.

El hombre lleva en su mochila algunos materiales, que son los que lo llevan a esa quizás ilusoria felicidad: su computadora, lapices, borrador, tarjador y papeles.

El hombre, su cerebro, su corazón, ebullen en esas horas tempranas, se siente flotando, con la mente fuera de este mundo, rodeado de eso que el cree, quizás erroneamente, que es felicidad; aunque sabe que desayunar solo café puede serle perjudicial, aunque no gane ni un centavo por lo que hace, aunque nadie sepa ni le interese lo que está haciendo, aunque para muchos eso sería una pérdida total de tiempo y dinero, aunque sepa que despertarse tan temprano hará que sus energías disminuyan antes de lo usual, aunque sepa que al hacer eso no recibe ninguna recompensa real salvo esa sensación de dicha que lo visita cada vez más seguido. ¿Por qué hago esto entonces? Se pregunta una mañana, el hombre. Porque me nace de los cojones, se responde así mismo.

El hombre, entonces, con esa respuesta en mente, vuelve a hacer lo que lo lleva a esos momentos de exaltación e incluso extasis, de emoción y alegría, de eso que el cree y siente que es felicidad. El hombre vuelve a esa historia que lo envuelve y consume y desfoga desde hace tanto tiempo. Porque eso que el hombre hace es, para él, lo mejor que puede haber en este mundo, la única forma (junto con leer) que él conoce como felicidad.

El hombre vuelve a escribir.