lunes, 16 de julio de 2012

Escribo estas últimas líneas desde un lugar del que hoy me voy.

Aunque no soy solo yo, Alejandra también se va, para empezar a vivir, dentro de un par de semanas, juntos.

En menos de una hora vendrá el camión y nos llevaremos las cosas. Alejandra está en el trabajo, así que me tocó encargarme de esto y, mientras espero, pensé en escribir.

Pero a lo que voy. Escribo estas últimas líneas desde el pequeño departamento que hace poco más de seis meses alquilamos con Alejandra, para que ella viviera. Durante ese tiempo, yo solo me quedé algunos fines de semana y vine casi todas las mañanas, a escribir y escribir (y a corregir y corregir).

El lugar, aunque al inicio no me convencía al 100%, sobre todo por la zona, se perfiló como el adecuado para ser nuestro primer lugar, diríase, juntos. Buscamos en diversos lugares, pero por ubicación, espacio y precio, este lugar fue el elegido.

Todavía recuerdo esa noche, cuando vimos y recorrimos el lugar. Aunque me adelanto. Primero llegamos a la zona. Lo primero que vi fue esa ruidosa, caótica y bastante fea, avenida Tomás Marsano. Después, caminando, llegamos a la avenida El Sol, que está llena de negocios, restaurantes y mucho movimiento, y cuyo nombre se debe a su importancia y a su valor de calle principal dentro de una urbanización en la que todas las calles tienen nombre de planeta. Así, Alejandra y yo caminamos hasta llegar a la Calle Plutón, por donde seguimos un trecho hasta llegar a la dirección exacta: Calle Plutón 129-A. La dueña vivía (vive) al costado, le tocamos la puerta y después de conversar unos minutos, nos mostró el departamento.

Entonces sí, viene vívidamente ese momento, cuando entramos al lugar, todo vacío, y vi la pequeña salita que también era comedor; después, un corredor, en el que la primera puerta de la derecha era el dormitorio, también pequeño y que, curiosamente, no tenía ningún botón de encendido y apagado para la luz, pues este, por alguna extraña razón, se encontraba en la sala. Después de la habitación, seguía el pequeñísimo baño, pequeñísimo realmente, pero así estaba bien para nosotros, para empezar. Luego, seguía una especie de segundo tramo del corredor, que hacía las veces de tendedero, y que llevaba a la habitación final: la cocina y lavadero.

El precio nos pareció justo, y sin dudarlo mucho, tomamos el lugar, pagamos lo que había que pagar, y firmamos lo que había que firmar.

Y viene a mi menta esa otra sensación, cuando nos dieron la llave, cuando el lugar ya era (aunque alquilado) nuestro.

Esa noche nos quedamos solo unos minutos, haciendo planes, imaginando cómo colocar las cosas que traeríamos, porque para ese momento, además de la ropa de Alejandra y una olla arrocera, no teníamos absolutamente nada.

Entonces salimos del lugar, pusimos llave y caminamos brevemente por la zona. Vimos el mercado, en el que tantas veces, después, compraríamos provisiones, vimos también, una zona externa del mercado, en el que – como nos enteraríamos, comprobaríamos y probaríamos al poco tiempo – todas las noches vendían salchipapas, hamburguesas, anticuchos, emolientes, etc. Luego conocimos los demás negocios, farmacias y tiendas, hasta llegar a una pollería: Bunny’s, donde comeríamos innumerables veces, por su rico sabor, su generosas porciones y su asequible precio.

En los días y semanas siguientes, fuimos poblando de cosas, poco a poco, el lugar.

El dormitorio fue la primera habitación en la que colocamos algo: la cama y el colchón que compramos. La ropa, inicialmente, estaba en el piso o en bolsas y cajas, hasta que, pasado algún tiempo, compramos una cómoda, sobre la que colocamos la televisión que habíamos comprado también al poco tiempo. Después vino un perchero y unas cuantas cajas de plástico, y así, en medio de un desorden que Alejandra nunca pudo evitar del todo, quedó listo el dormitorio. Y ahí vimos mucha televisión, comimos infinidad de veces, reímos, discutimos, hicimos planes y fuimos felices.

Casi al mismo tiempo que el dormitorio, poblamos la cocina/lavandería (además del baño, donde colocamos un tacho con forma de chancho, un espejo y todas las cosas necesarias para Alejandra). A la original olla arrocera (que vino con tostadora y licuadora), y ante la negativa de Alejandra de gastar en una cocina tan rápido, compramos una pequeña refrigeradora, una mesita (que se sumaría a una que yo había traído de mi casa) y una lavadora. Después, se añadió un secador y un estante con varias divisiones, donde colocamos las cosas que fuimos comprando: algunos vasos, un par de platos, tazas, cubiertos y nuestras provisiones. Además Alejandra trajo de su casa una parrilla eléctrica, donde preparamos muchas cosas. En esa cocina, que dentro de un rato será despoblada y quedará nuevamente vacía, preparamos innumerables tequeños, chorizos, hot dogs, pizzas a la parrilla, piscos sour, fideos con salsati, mixtos y otras cosas más; incluso una vez preparamos ceviche, que nos salió más o menos, y tiradito, que salió excelente. Ahora que recuerdo, una vez hicimos alitas al sillao, que al inicio salieron muy ricas, pero en la segunda tanda, cuando los jugos hicieron contacto con las eléctricas brasas ardientes, se prendieron fuego. Sin embargo, aunque algo más quemadas, todo salió delicioso. Y no puedo dejar de mencionar todas las veces que hicimos Pisco Sour, para después brindar y conversar, y comer, y ser felices.

Además, en la cocina, preparaba siempre mi inmensa taza de café (que en tamaño equivalía a dos, pero en “dosis” a cuatro). Aunque esto lo vinculo más con el último lugar que voy a mencionar, el lugar donde me encuentro escribiendo esto, un lugar muy especial para mí, además de por lo que viví con Alejandra, por lo que viví durante horas y horas de ideas, escritura y soledad.

A esta sala, que durante las semanas iniciales estuvo totalmente vacía, yo he venido prácticamente todas las mañanas que ha durado la estadía de Alejandra acá. Ella se iba al trabajo y yo llegaba a los pocos minutos, a escribir.

Cambié las casi despobladas mesas y el silencioso ambiente del último piso del pabellón V de la universidad de Lima, por el total silencio y la absoluta soledad de esta sala. Una soledad tan dominante que durante muchas semanas no había ni una silla, mucho menos una mesa. Y yo venía, igual, contento, feliz, a sentarme en el piso, con la pared como respaldar, a sacar mis apuntes, y leer y releer, corregir y re-corregir, y escribir y reescribir. Y toda mi compañía durante ese tiempo fueron mis hojas, esta netbook, lapiceros y café. Y fui, lo repito, muy muy feliz.

Sobre este piso terminé de hacer las correcciones de mi primer intento de novela, en mañanas intensas, vivificantes, exaltantes y siempre cortas. Pero la parte final, el día que decidí ponerle punto final a esa historia, ya estaba sentado sobre una silla y apoyado sobre una mesa. Eso fue lo primero que compramos con Alejandra para este lugar, juntos con unos cuadros, en los que colocamos, en el más grande, fotos de nosotros dos y, en el más pequeño, que está frente a mí, que es lo primero que veo cuando levanto la mirada cuando dejo de escribir, las fotos de Alfredo Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa. Pero ahora, ya todo eso está en una caja, ahora solo veo la pared, vacía. Aunque también frente a mí, tengo el pequeño estante para libros que compramos hace poco, donde coloqué toda mi biblioteca, cuando Alejandra pensábamos que íbamos a vivir acá, cuando me mudara en unas semanas, después de casarnos.

En esta sala, después de terminar mi primer intento de novela, empecé el segundo, y en eso estoy, batallando, intentando. Sin embargo, creo que volveré a la primera novela, a cambiar varias cosas, y terminarla definitivamente, aunque eso lo haré desde otra sala, probablemente sentado sobre otra silla y apoyado no sobre esta mesa, si no sobre un escritorio.

En esta sala y comedor, para concluir, con este espacio, Alejandra y yo también comimos, conversamos y bebimos muchas veces, escuchando música, planeando infinidad de proyectos, riendo, siendo, también, felices.

Y este iba a ser el primer lugar en el que, oficialmente, viviríamos, si no fuera porque, contrario a mi voluntad, entre mi familia y también en parte por decisión de Alejandra, se pensó que este no era un lugar suficientemente amplio ni adecuado para nosotros. Yo quería quedarme acá, pero Alejandra me terminó de convencer (o hizo que me diera cuenta) que lo mejor era mudarnos.

Ahora, iremos a un departamento que es, por lo menos, tres veces más grande que este. Tendremos cochera, una sala amplia, un baño grande, una cocina más ventilada, una habitación más iluminada, un espacio para biblioteca (donde planeo escribir e intentaré vivir lo que acá viví), un patio e, incluso, dos habitaciones extras, con las que no sabemos aún qué haremos.

En fin, hoy nos vamos. El camión debe estar por llegar. Estoy algo triste por partir, pero así es la vida.

Solo quiero repetir, por enésima vez, algo que pienso y siento como totalmente cierto: acá, con incomodidades y todo, con espacio reducido, con algunas limitaciones, he reído, he escrito, he querido, he pasado muchas cosas junto a Alejandra y hemos sido muy felices.


Y, quizás por la vida que he llevado, considero este lugar como el primer hogar que jamás sentí que tuve.


Ya llegó el camión. Adiós, querido primer hogar.


Surco, 10 de junio de 2012.

2 comentarios:

Dennisa Enmarañada dijo...

Así estemos en un palacio o bajo el puente, tú y yo formaremos un lindo hogar.

TE AMO.

varguitass dijo...

mira lo que uno se encuentra sin querer, mi estimado.

ya ha pasado harto tiempo de esto de los blogs, no?

jaja