Vivir en París, escribir, ser pobre y feliz. Ese era mi
sueño hace muchos años. Experimentar el mito literario latinoamericano en
Europa (el de Vargas Llosa, Vallejo, Bryce y Ribeyro, el de Cortázar, el de
García Márquez) era mi meta en la vida. (No puedo dejar de mencionar a
Hemingway, porque por él creí alguna vez que París sería una fiesta). Pero,
carajo, pasaron las años y las cosas han resultado muy diferentes. Así es la
vida, supongo. Aunque no dimito, no me resigno, no me rindo; porque siempre
habrá alguna esperanza, aunque pequeña, de poder cumplir aunque sea una parte
de lo que alguna vez deseé (y sigo deseando).
Vivir en París nunca se dio. Ni Barcelona o Madrid, como
después soñé (porque ahí también se iban los escritores de verdad), ni Roma o
Milán. Nada de Europa hasta ahora. Solo Lima. Solo mi a veces odiado y a veces
querido Perú. He viajado por este continente y he vivido por cortos periodos en
Estados Unidos (país que no me gusta mucho), pero siempre pensando en Europa,
siempre soñando. Sin embargo, pasado el tiempo, viendo cómo ese sueño se
tornaba difuso, lejano, casi imposible, tomé una decisión: no viajar jamás al “viejo
continente”. ¿Por qué? Para no pasar por la pica, la rabia y pena (y
frustración también) de ver, vivir, experimentar, en diez días o dos semanas,
una ínfima parte de lo que me perdí. ¿Para qué? ¿Para qué pasear por las
ciudades que tanto quise conocer pero siempre me fueron esquivas? ¿Para ver lo
que no me tocó? No, gracias.
Escribir. Eso, mal o bien, lo puedo hacer en cualquier
parte. Aunque ahora no tenga tiempo, espacio ni la soledad necesaria, sé que
puedo hacerlo si me lo propongo (y si Alejandra, Sofía y la vida colaboran).
Aceptado: la ilusión del boom latinoamericano, el mito, la leyenda de ser joven
en Europa, escribir, publicar y ser casi una deidad es algo que ya pasó. Es
algo que no sucederá nuevamente. Es algo que no me pasará. Y ya tengo treinta
años y sé mis limitaciones literarias,
sé que ya no seré un joven que escribirá en París, dejando el alma, las tripas
y los testes. Ya no lo seré. Nunca. Jamás. Y por siempre y para siempre me recordaré
a los 17, a los 20, a los 25 años, soñando, imaginando, creyendo que se podría.
Pero no se pudo.
Ser pobre. ¿Quién quisiera, de poder tener la elección, ser
pobre? Nadie, supongo. Yo tampoco. Pero con ser pobre yo me refería a (soñaba con) tener una vida en
inicio sencilla, sin grandezas ni nada por el estilo, sin preocupaciones tampoco.
Solo quería vivir mi soledad, viajar, conocer, aprender, experimentar, estudiar
algo quizás, y sobre todo encerrarme a escribir, nada más. Eso significaría no
poder ganar dinero en cantidades, y habría que aceptarlo con tal de cumplir el
sueño mayor de ser un escritor como los que tanto admiraba y admiro. ¿Qué mejor
forma de estar listo para ese futuro de limitaciones? Prepararse para ser
pobre, al menos por un tiempo. Y había que convencerse de que esa era parte de
la ilusión (con la convicción, también, de que eso cambiaría en el futuro). Pero
esa parte del paquete tampoco se dio, porque era todo o nada, porque aquel
sueño, la posibilidad de que se cumpliese, se esfumó con el tiempo.
Ser feliz. La felicidad, me parece, no es un estado
permanente. Solo son ráfagas, a veces breves y a veces prolongadas, pero solo
momentos al fin y al cabo. Hay también momentos opuestos, de tristeza, rabia y
frustración, y hay los tiempos neutros, en lo que no pasa nada, ni bueno ni
malo, simplemente nada. Yo puedo decir que, comparado con muchas personas en
este mundo y en este país, no he tenido tantas dificultades, tantas
limitaciones ni tantos problemas. Pero voy a centrarme en este tema, y puedo
decir que sí ha habido frustración, sí ha habido pena y rabia, porque realmente
quería cumplir ese sueño, realmente quería hacerlo. Pero no se pudo. Y ya no se
podrá jamás de la forma en que lo imaginé. ¿Qué hice con respecto a eso? ¿Qué
hago? Seguir con la vida y tratar de no recordar aquello que no pudo ser.
Vivir en París, escribir, ser pobre y feliz. Pobre ingenuo,
soñador, iluso. Quizás cobarde también. No, no “quizás”. Con decisión, con
huevos, con confianza las posibilidades de haber logrado lo que soñé hubiesen
sido mucho mayores. Fallé en eso también. Pero algo ha pasado, no todo está
perdido, algunas cosas han sucedido para seguir acá, para escribir esto y para
no pegarme un tiro, lanzarme de un puente o tomar veneno y morir idiota y
literariamente.
Lo repito: puedo escribir en Lima o en cualquier parte. Ya
fue pues. No seré joven nuevamente ni viviré en París. Eso ya pasó y es
imposible. Pero sí puedo seguir engañando a todo mundo (incluido a mi mismo) y
llevar algún curso de negocios, un MBA o lo que demonios sea en Europa. De esa
manera podré pasar seis meses, un año, viviendo lo que siempre quise. Es una
posibilidad y, por suerte, no es la única. ¿Por qué? Porque lo de “ser pobre”
tampoco se dio. (Felizmente). No soy pobre, aunque tampoco soy millonario.
Digamos que soy clase media y que la vida me está llevando, sin mucho esfuerzo,
más para arriba que para abajo. Y ya se sabe, siendo honesto, que tener sueños
y plata es mejor que soñar sin tener cómo. Además, es más fácil escribir
habiendo comido bien que con las tripas vacías. Lo sé, lo he comprobado, porque
he pasado temporadas escribiendo, con y sin desayuno, con y sin almuerzo,
simplemente escribiendo, mal o bien pero siempre con empeño, disciplina y
convicción, porque eso me hacía tan feliz.
Y llego a esa última parte: ser feliz. ¿Soy feliz? Perdonen
la tristeza, pero tuve que adaptarme, quizás resignarme, para poder decir que,
dentro de todo, tengo una buena vida. (Utilizo el plural, el perdonen, no
porque crea que alguien va a leer esto, sino porque ese es el título del blog).
Perdonen la tristeza, porque algo de triste tiene esto, pero
hay que aceptar algunas cosas como son, hay que ver cómo algunos sueños
simplemente no se cumplen. Pero esas solo son algunas cosas. Porque hay otras
que uno no puede dejar, que uno tiene que cambiar o lograr de una forma u otra.
Y hay también las cosas buenas que la vida te da en lugar de
las que te quitó o no permitió. Sofía, por ejemplo. Y con ella sería
suficiente, con sus cuatro dientecitos que ya le han crecido, con los dos que
están a punto de salir, con sus piernitas y bracitos gorditos, con su sonrisa y
su arrugada de nariz, con sus gritos y ruidos encantadores, con sus rabietas y
llantos que a veces me desesperan y a veces me dan risa, con toda la dicha que
ha traído con su sola presencia. Y está Alejandra y la familia. Y están mis
libros. Y los proyectos, planes y nuevos sueños.
Y está esa posibilidad, esa maldita y bendita posibilidad
que, por más que haya intentado dejar de lado en algún momento, no me dejará jamás.
La posibilidad de dejar por algunos segundos, minutos u horas las frustraciones
de esta vida, las desilusiones, problemas, preocupaciones y dudas del día a
día. La posibilidad de vivir lo que no pude o lo que soñé, la posibilidad de
liberarme y sentirme tan vivo como me he sentido en estos minutos. La
posibilidad de escribir.
P.D. Repito: depende en gran parte de Alejandra, de Sofía y de la vida que puede tener el tiempo, espacio y soledad necesaria para pasarme unas horitas haciendo eso que tango me gusta. Así que si alguna de las tres lee esto, a ver si me da alguna facilidad, por favor.