viernes, 22 de mayo de 2009

La chica mala

Estamos en mediados del año pasado, y este blog tiene una cantidad aceptable de lectores y comentarios. (Lectores y comentarios que ahora han desaparecido, merecidamente).

Yo posteo continuamente y también leo los blogs de quienes me visitan, así como los comentarios que a ellos también les dejan. De ese modo llego a nuevos blogs, sobre todo si lo que escriben o sus fotos me llaman la atención.

Así llego al blog de la chica mala, intrigado por su foto. Es su trasero. Un trasero grande, redondo, llamativo.

Leo lo que escribe. Son historias, reales o ficticias, sobre ella misma y sus experiencias nada inocentes. Son historias calentonas, que revelan a una chica – una mujer – liberal, desinhibida, a la que le gusta experimentar.

Comento uno de sus posts y, al poco tiempo, ella me devuelve el comentario. Así pasamos un par de semanas.

De repente, un sábado en la tarde, alguien me agrega al Messenger. No reconozco el nombre ni el correo, pero acepto. Entonces veo que es ella, la chica mala. Lo sé porque tiene en su display la misma foto, la foto de su trasero. En ese momento recuerdo que en mi perfil de blogger está mi e-mail, felizmente.

No es la primera persona que conozco gracias al blog y con la que luego “hablamos” por Messenger, pero con ella, la chica mala, la cosa va a ser diferente.

Al no tener que hablar de frente, me es más fácil estar relajado y hablarle con tranquilidad. Hablamos de todo, y los temas van variando, así como sus fotos, casi todas de su parte trasera, o de alguna parte llamativa, sinuosa, de su cuerpo.

Pasan los días y seguimos hablando por el MSN, de lo que sea al principio, pero sin tardar mucho tiempo en pasar al tema sexual. Entonces empiezan las bromas de doble sentido, insinuaciones que me divierten, me parecen extrañas, porque son vía Internet.

Con esa especie de confianza que tomamos, le propongo salir. No me dice que no, pero cambia de tema. Hace lo mismo un par de veces. Después me dice que sí, pero no a dónde. Otra vez me dice que ya, pero no cuándo. La chica mala está jugando conmigo.

Entro a su blog y veo que está haciendo un concurso, son preguntas sobre los cambios que ha hecho en su página, y el premio es salir con ella. No participo. No quiero porque me molesta un poco que me diga que si y luego que no. Sin embargo, ella misma me dice que lo haga, y me da las respuestas. Soy el último en participar. Y gano.

Es viernes, y después de un par de amagos más, en los que a veces parece que si quiere salir y otras que no, ponemos fecha y lugar a nuestra salida. Pero ella elije todo. La cita es esta noche.

Llego al lugar, temeroso, nervioso, excitado, con gran curiosidad por lo que pueda pasar. Es la primera vez que hago algo así. Pasan un par de minutos, y entonces llega la chica mala.

Me sorprende. Camina con mucha seguridad, moviendo sus caderas, que son prominentes, amplias, llamativas, marcadas por el pantalón apretadísimo que lleva. Tiene el pelo castaño claro, lacio y largo. Su mirada y sonrisa me gustan y me intimidan a la vez. No imaginaba que se vería tan bien.

Hablamos. Estoy muy nervioso, pero ella me ayuda a soltarme, bromeando. Felizmente propuso salir a tomar algo, un trago siempre me ayuda.

Le digo que no sé cómo hablarle, como a alguien que conozco por primera vez o como a alguien ya conocido. Me dice que lo segundo.

Bebemos y conversamos mucho, y empezamos a hablar de nuestros blogs. Entonces, entre bromas, empezamos a hablar de sexo.

Seguimos bebiendo, y el tema sexual continúa. Yo ya estoy algo ebrio, y casi tranquilo, dispuesto a que pase lo que tenga que pasar. La chica mala habla como experta en el tema, sabe lo que dice, y lo dice de una manera muy particular. Dice algunas cosas de forma explícita, directa.

Pasan las horas y, por petición de ella, salimos del bar. Caminamos sin rumbo, o al menos eso creo yo, mientras nos reímos de cualquier cosa y seguimos el doble sentido. Entonces la chica mala me dice que tiene frio y yo, a modo de broma, le digo ven para abrigarte. Pero ella no bromea, y viene hacia mí.

Yo la abrazo. Ella me besa. Yo correspondo a su beso. Ella se pega a mí. Yo voy bajando mis manos por su espalda. Ella roza todo su cuerpo con el mío. Así nos quedamos varios minutos.

Seguimos caminando. En realidad yo sólo la estoy siguiendo. Tengo la impresión de que está yendo a algún lugar específico. De pronto se detiene a mitad de la calle. Vuelvo a besarla. Pasan algunos segundos y ella sonríe, ya no camina, sigue parada en la vereda. Me mira fijamente. Yo la miro sin saber bien qué decir, hasta que ella señala, con la mirada, hacia el edificio que tenemos el costado. Es un hotel.

Vuelvo a mirarla y entonces me hace un gesto con las cejas. Me la juego y le pregunto: ¿vamos?

La chica mala sonríe, coqueta, maliciosa, con esa mirada profunda y directa que tiene. Me responde con otra pregunta: ¿Vas a escribir esto en tu blog?

Y yo le contesto: nada de lo que pase a partir de ahora.

viernes, 15 de mayo de 2009

viernes, 8 de mayo de 2009

Culpa

Cuando crecemos, vamos entendiendo más cosas de la vida, vamos desarrollando ideas y posturas, cariños y recuerdos, vamos preparándonos para la vida. O al menos eso creemos.

Pero vas madurando y te das cuenta que no hay nada seguro en la vida. Lo único que sabes es que nunca sabrás nada del todo. Eso, y que morirás.

Entonces nos damos cuenta que la muerte es la única certeza que tenemos. Sabemos que algún día, tarde o tempano, llegará. Sabemos que nadie, ni tu peor enemigo ni la persona que más quieres, podrán escapar de ella.

Pero nunca vas a estar preparado realmente para ello. Te llaman al celular y te dicen que tu abuela ha muerto. Así de simple. Murió. Se acabó. No oirás su voz ni sus historias de tiempos pasados que ya te sabes de me memoria, ni te recibirá con un beso, ni la harás renegar, nunca más. Y te derrumbas.

Cuando van muriendo personas relativamente cercanas, no tu entorno más cercano, no con quienes has compartido la vida, la tristeza nos llega, pero quizás no con tanta fuerza. Entonces creemos que poco a poco vamos aprendiendo, con los golpes y pérdidas que te da la vida, que nos estamos fortaleciendo para futuras congojas, que somos más fuertes.

Pero no lo eres. Tu abuela ha muerto y te derrumbas. Lloras como no lo hacías en mucho tiempo, o quizás como nunca. No puedes aceptarlo. No sabes qué es exactamente lo que te duele, pero lo sientes, te destroza por dentro. Tienes rabia, furia, ira, maldices, cuestionas una vez más a Dios, en quien ni si quiera crees, no entiendes nada. Y lo peor es que tienes, además, culpa, una culpa que nunca se irá.

Cuando vemos que personas con la que hemos pasado la vida empiezan a envejecer y a deteriorarse poco a poco, la idea de la muerte va tomando más y más fuerza. Pero, obviamente, no lo decimos. Solo acompañamos a esas personas, porque nos dieron cariño, gratos momentos, recuerdos imborrables, todo.

Pero tú no pudiste, o no quisiste. La vida se dio así. Tras diecisiete años viviendo con tu mamá y tu abuela, tienes que separarte de ellas. Entonces tu vida toma otros rumbos, otros intereses, y cada vez la visitas menos. Cuando lo haces, es para ver que cada vez se encuentra más débil y olvidada. Tú no puedes hacer mucho por tu abuela, y la rabia te invade, te duele, y odias. Odias a quienes pueden ayudarla y no lo hacen, a quienes son su sangre pero la tratan peor que a nadie. Mierda. Y tienes pena, pena por tu mamá, porque ella hace lo que puede, así como con tu abuelo, pero no puede hacer mucho, y menos ante la muerte.

La muerte. Muchas veces nos toma de sorpresa, porque se lleva a personas sanas, llenas de vida. Pero otras veces, la muerte nos va dando muestras de que está cerca, va haciendo mella en las personas, les va quitando la vida. Entonces, cuando esa persona está realmente mal, cuando la muerte esta inevitablemente cerca, tratamos de acompañarla y hacerla sentir bien en sus últimos momentos.

Pero tú no lo hiciste. No hay excusa. Anduviste preocupado en temas sin mayor importancia, intrascendentes. Fallaste. No acompañaste a tu abuela en sus últimos días. No le dijiste una sola palabra ni le hiciste un solo cariño para que se sintiera un poco mejor, o menos mal. Nada. Inventaste excusas tontas para no ir a verla. Fue también para evitarte la pena, siempre terminabas mal después de estar con ella y ver el estado en que estaba. Pero no hay excusa.

Después que una persona muere, las que quedan siempre guardan y rememoran gratos recuerdos. Pero también recuerdan los últimos momentos, minutos, segundos, de la persona que acompañaron en su lecho de muerte. Lo recuerdan porque estuvieron ahí, junto a ese ser querido, dándole fuerzas, alivio, cariño. Se mezclan los recuerdos. Los alegres, de las épocas buenas, y los tristes, de los momentos finales, pero muchas veces, esos últimos momentos, se recuerdan, al menos, con alivio, porque se hizo lo que se puedo.

Pero tú no tienes alivio. No puedes, ni lo mereces. Los recuerdos también se entremezclan en ti. Los buenos: las palabras extrañas y antiguas que tu abuela te decía; las historias increíbles, sobre todo la de tu abuelo raptándola del convento; su travesía en barco, cuando era niña, desde tierras lejanas hasta Perú; las tostadas que te preparaba; el humor de mil demonios que siempre tenía, pero que ahora recuerdas con cariño (y al parecer has heredado); sus lentes, las chompas que siempre usaba, sus cabellos blancos, que alguna vez fueron teñidos a marrón; su constante dormitar, el odio que le tenía al perrito que tú querías tanto, y tantas otras cosas. Pero eso se opaca con los recuerdos del final, que son tristes y sin ningún tipo de alivio. Son de culpa, de pena, de rabia. Entonces recuerdas la llamada. Recuerdas que no encuentras explicación. Recuerdas que te bañaste y afeitaste casi como zombi, para que tu mamá no te viera tan mal. Recuerdas que tu hermana y sus amigos habían estado el día anterior con tu abuela, haciéndola sentir bien, y tú no fuiste nunca. Recuerdas que cuando llegas a la clínica, tu hermana ya estaba ahí, y estaba tramitando los papeles que había que sacar. Tú no hiciste nada. Recuerdas a tu mamá, tratando de tranquilizarte, pero el dolor que llevas por dentro recién está naciendo, y sabes que va a crecer y devorarte inevitablemente. Entonces tu mamá te cuenta que había llegado esa mañana, y al entrar al cuarto, la cama estaba vacía, tu abuela no estaba ahí. Te cuenta que fue a preguntar por ella, desesperada, y entonces se lo dijeron; había muerto. Pero no te cuenta cómo reaccionó. Te duele de solo imaginarlo, te hiere no haber estado ahí. Y entonces viene a tu mente una de las cosas que, por alguna razón, te atormenta y te duele más. Recuerdas todos los correteos de ese día, y en la tarde, antes de ir por el cuerpo de tu abuela, tu mamá te dice que quiere comprarle unas medias. Ya tiene el resto de la ropa con que va a ir en el ataúd, sólo faltan las medias. Cuando llegan a la tienda, tú ves que tu mamá toma varias medias, y se demora. Tú sabes que es tarde, y si no se apuran, no podrán sacar el cuerpo de tu abuela. Entonces le dices que se apure, que tome un par de medias rápido, pero ella te responde que no, te dice que tiene que ser un par de medias bonitas, de un color que le guste a su mami. Tú no dices nada, sólo quieres llorar. Y lloras cada vez que lo recuerdas, y lloras cuando lo escribes. Aun te duele. La imagen de tu mama, buscando un par de medias para su madre, con cariño, no se te borra.

Después de la inevitable muerte, viene el entierro, solemne, momento de unión familiar, y luego, el regreso a casa, con uno menos. Al pasar el tiempo, se dan las visitas al cementerio, los arreglos florales, los recuerdos entre familia.

Pero se han cumplido dos años, y tú no has ido al cementerio, no le has dejado ni una flor ni nada. Nunca has creído en esas cosas. Además, te da miedo, culpa, vergüenza, no quieres ir al cementerio porque piensas que los recuerdos van a destrozarte una vez que estés ahí. Por eso lo evitas. En cambio, cuando no están esos recuerdos, hablas con ella, con tu abuela; le pides perdón, le cuentas cosas y la tienes siempre presente. Esa es la forma con la que intentas aplacar un poco la culpa. Pero sabes que tarde o temprano, irás al cementerio. Tienes que ir. Le pondrás flores, le hablarás, le pedirás perdón una vez más. Quizás así, estando en ese lugar, el lugar en el que viste por última vez a esas personas que solías llamar familia pero ahora son nada, puedas enfrentar a esos demonios, a esa culpa que te ataca, una y otra vez, de una vez por todas. Y quizás así puedas, por fin, vivir en paz.