martes, 20 de mayo de 2008

Baile de despedida

Recuerdo a mi tía Jesús siempre alegre, siempre contenta y cariñosa, siempre con una sonrisa. La primera en llamar el día de los cumpleaños (cantando por el teléfono), la que siempre nos aconsejaba y nos hacía bromas. La que nos dejaba grandes manchas de lápiz labial en las mejillas, a mis hermanos y a mi, después de saludarnos siempre efusivamente. Una de las personas con más luz que he conocido en mi vida.

Le encantaba bailar, sobretodo cuando íbamos con toda la familia, en enero, a Trujillo, de donde es mi papá. Ahí, durante las fiestas que siempre había, ella era feliz, y bailaba y bailaba con mis tíos, hasta el amanecer. Yo me iba a dormir y ella seguía bailando, y al día siguiente la encontraba nuevamente despierta y radiante, y siempre sonriendo.

Todos esos momentos pertenecieron a mi niñez e inicios de juventud, pero se vieron truncados debido a riñas familiares, en los que mi tía no tuvo que ver directamente, pero que afectó la relación con mi familia. Así, dejé de verla algunos años. Sin embargo, pasado un largo tiempo, se retomó el contacto.

Fue entonces cuando nos enteramos que ella estaba enferma. Tenía cáncer.

Mi papá y su esposa fueron a verla, y cuando regresaron me dijeron que mi tía estaba realmente grave. Entonces, a los pocos días, mis hermanos y yo fuimos a visitarla, porque pese a que no habíamos tenido contacto por mucho tiempo, siempre la recordábamos con cariño.

Cuando llegamos a su casa, estaba durmiendo. En la habitación estaba ella, uno de mis primos echado a su lado, y mi tío. Mientras conversábamos con voz muy baja, miraba de rato en rato a mi tía. Estaba muy delgada, se le veía débil, respiraba con dificultad y tenía un gesto de angustia en el rostro, acrecentado por lo demacrada que estaba. Había perdido el brillo que siempre la acompañó.

Al despertar, nos miró a todos. Al principio no nos reconoció, pero después dijo “hijos” (como siempre nos decía) y sonrió.

Yo sabía que era una sonrisa honesta, cariñosa, pero su rostro no lo demostraba muy bien. Fue, en ese momento, la sonrisa más triste del mundo; pero a la vez la más sincera.

Mis hermanos y yo nos acercamos a saludarla. Mientras la abrazaba, tratando de no hacerlo con mucha fuerza, pero si con cariño, le dije: “hola, tía, tanto tiempo si vernos”. Y entonces iba a decirle el típico “cómo está”, pero callé a tiempo. No quería preguntarle eso, no hacía falta preguntárselo. Mi tía estaba muriendo. Lo vi en sus ojos, lo notaba en su voz, en el ambiente.

Estuvimos un rato más al lado de ella, conversando en voz baja, mientras volvía a recostarse en la cama. A los pocos minutos vinieron algunos quejidos, era la muerte que asechaba nuevamente. Le dieron de comer, pero al poco rato devolvió todo lo comido. El dolor pareció aumentar y tuvieron que inyectarle calmantes. Todo era muy doloroso, triste. Cuando mi tía se calmó y se quedó dormida nuevamente, mis hermanos, mi papá y yo nos fuimos.

Todo el camino de regreso a casa fue en silencio. Lo único que mi papá nos dijo era algo que ya era demasiado obvio: el cáncer era terminal, y ya estaba en la última etapa, por eso estaba en su casa, porque ya no había mucho por hacer.

A los pocos días, nos enteramos que Fernando, uno de los hijos de mi tía Jesús, llegaba de Estados Unidos. Fernando era el hijo más querido por mis tíos, el más cariñoso.

Esa mañana, cuando llegó, no lo hizo solo. Había contratado músicos y le llevó una serenata. Entonces mi tía, que hasta el momento había estado echada en la cama, rodeada como siempre por sus otros dos hijos, en total silencio, sólo abriendo los ojos de rato en rato, se levantó.

Mientras abrazaba a primo por varios segundos, los músicos empezaron a tocar. Mi tía sonreía. Después de mucho tiempo, la noté feliz, algo de la luz que siempre tuvo había vuelto. Incluso dio unos pasos y bailó con mi primo.

El resto de mi familia sonreía, pero al mismo tiempo, puede ver que tenían los ojos llorosos. Todos la animaron al máximo. Parecía que la vida había vencido esta vez, que la muerte se había rendido.

Lamentablemente, esa misma noche, mi tía empeoró. Al día siguiente, en la tarde, mi papá llegó a mi casa a buscarnos a mis hermanos y a mí. Nos dijo que teníamos que irnos inmediatamente a ver a mi tía.

Las siguientes horas fue una larga y tormentosa espera. Era eso. Aunque nadie lo decía, sabíamos que mi tía estaba a punto de partir, y sólo quedaba esperar.

Desde la noche anterior había permanecido todo el tiempo dormida, casi sin moverse, sólo esperando.

La última vez que la vi con vida, esa noche, mi tío estaba sentado a sus pies, y sus hijos a los costados, hablándole en voz baja, recordando viejos tiempos.

Después de varias horas, mis hermanos, unos primos y yo, fuimos al primer piso a comer algo, y nos quedamos en la sala, conversando. Hasta que bajó mi papá. Tenía el rostro descuadrado y los ojos rojos. Nos dijo: “suban”, y después quiso decir algo más, pero no pudo. No hacía falta. Mi tía había muerto.

Cuando entré a la habitación vi a mis primos besando en la frente a mi tía, como despidiéndose, mientras mi tío le tomaba una mano y le decía algo, casi susurrándole.

Todos estábamos tristes, pero a la vez resignados. Sabíamos que ese momento llegaría pronto, que no podíamos impedirlo. Mi tía ya podía descansar, no sufría más. Entonces alguien recordó lo bien que se le veía el día anterior en la mañana, y todos asintieron.

Nos quedó el alivio de haber despedido a mi tía con alegría, como siempre había vivido. Y nuevamente recordamos la mañana anterior, cuando la vimos sonreír, cuando ella nos dio su luz por última vez, cuando nos regaló ese baile de despedida.

domingo, 11 de mayo de 2008

Pequeñas infidencias: Placer disfrazado de amor

Mario y Amalia se conocen desde niños. Estudian en el mismo colegio, y juntos, descubren algunas cosas, entre ellas las relaciones de noviazgo y, quizás, al inicio, el amor. También descubren el sexo y lo explotan al máximo, tanto que nunca han podido olvidarse.

Varios años después están en un cuarto de hotel, después de tener sexo. Están exhaustos. Mario observa el techo mientras siente deseos de marcharse. Amalia se recuesta sobre el pecho de este y después de unos segundos le dice que tiene que irse (pues es lo que realmente desea hacer). En el fondo ambos están aliviados de que este momento post sexual termine rápido.

Mario y Amalia tienen estos encuentros esporádicos desde hace años, pese a que ambos tienen pareja, y pese a que la relación de Amalia se está volviendo seria.

De vez en cuando se excusan diciendo que la vida no permitió que siguieran juntos, aunque ellos, secretamente, están agradecidos de ello.

A veces Mario es el que propone, y a veces Amalia. Lo hacen porque de alguna manera se necesitan y les gusta ese sabor a lo prohibido.

Amalia se despide y le dice que hablan luego; Mario le dice que la llama en estos días. Es el discurso de siempre, ambos saben que es mentira, que se contactarán únicamente cuando quieran sentir esa adrenalina de nuevo.

Pasan los días. Mario y Amalia se encuentran en el Messenger. El propone salir a tomar algo, dice que ansía estar con ella. Ella acepta, y le dice que siempre quiere verlo, que lo extraña. Los dos saben que lo que desean, en realidad, es otra cosa, y que después de un par de cervezas el destino será un hotel.

Así sucede. Beben un rato, conversan de cualquier cosa, y luego van, inquietos y ansiosos, hacia una nueva cama, en una habitación cualquiera, en la que otras tantas parejas se han entregado a esos placeres sin compromiso, prohibidos y ocultos, que muchas veces son los mejores.

Después de entregarse apasionadamente están, nuevamente, esperando el momento de marcharse. Amalia besa en los labios a Mario, quien entonces le dice, sólo por decir algo, que la quiere, y la abraza, deseando, en el fondo, que esa sea una buena forma de despedirse. Pero Amalia tiene una noticia que darle. Le dice que hace unos días su enamorado le pidió matrimonio, y ella aceptó. Es una mujer comprometida.

Mario sonríe, en realidad no le importa mucho dejar de verla, salvo por las urgencias sexuales. Pero trata de mostrar interés y le pregunta qué pasara entre ellos, si se seguirán viendo o ya no. La única respuesta que recibe es: no sé.

Saliendo del hotel Amalia le dice a Mario que lo mejor será que no se vean por un tiempo, que necesita pensar bien las cosas, que lo quiere y no desea que ninguno de los dos salga dañado. Mario acepta.

Sin embargo, antes de que se cumpla una semana, Amalia llama a Mario y le propone salir a tomar algo; le dice también que con él se siente bien. El acepta y le dice que estaba pensando en ella. En ambos casos, todo es mentira.

Entonces nuevamente llevan a cabo esa pequeña y rápida puesta en escena en la que sólo salen como amigos, para después entregarse al sexo y decir cosas que no sienten, y dar muestras de un cariño inexistente, con el único afán de prolongar al máximo este placer disfrazado de amor.