lunes, 11 de febrero de 2008

Carta para Alessandra

Querida Alessandra:

Cómo ha pasado el tiempo, hace ya seis años que te conocí. Hace seis años que vi tus ojazos por primera vez, y tu risa que siempre me dio risa también. Pero pese al tiempo, aun recuerdo todo, desde el momento en que nos encontramos (o quizás yo te encontré).

Nos conocimos en momentos difíciles de nuestras vidas ¿recuerdas?: yo tenía que elegir qué carrera universitaria iba a seguir (en realidad, me veía casi obligado a entrar a ingeniería industrial), y tú, tenías que decidir si te ibas con tu familia a Venezuela (de donde era tu padre) o te quedabas en Lima, sola. Recuerdo que te atormentaba el hecho de separarte de tu familia, pero también te afligía dejar Lima y todo lo que significaba para ti. Felizmente elegiste quedarte, al menos por un tiempo.

Recuerdo también el momento exacto en que te conocí. Fue en ese curso (o taller) del C.C. de la Católica. Entré al salón y, como de costumbre, iba a la última fila, pero entonces te vi. Vi tus ojos negros, tus rulitos encantadores, tus mejillas algo llenitas (porque siempre fuiste cachetona), tu pequeña y risueña boca, tus labios rosaditos y memorables, y vi como levantabas la ceja con ese gesto que siempre me ha gustado (y me gustará) tanto.

Aun te veo en ese momento, con la mirada perdida en la pizarra, jugando con un lapicero. Entonces noté que a tu lado había un sitio vacío. Dudé un segundo, como siempre, y me senté junto a ti.

En ese momento no te hablé. Pensaba en algo que decir, pero no se me ocurría nada. Felizmente que a mitad de la clase tuvimos que comparar unos trabajos en parejas, y me tocó hacerlo contigo. Entonces pudimos hablar, y nos reímos, sobretodo de errores nuestros y de alguna que otra broma que hice. Fue ahí cuando me reí por primera vez de tu risa inolvidable. Aun sonrió cuando me acuerdo de ella, aun la oigo, querida Alessandra.

Y ahora que te digo (o escribo) “querida Alessandra”, me doy cuenta que te quise desde ese momento, desde que te vi, desde que escuché tu voz por primera vez. Cómo no quererte. Te veías tan inocente, tan natural, tan encantadora y graciosa, que si pues, era imposible no quererte.

Y felizmente que te caí bien desde el inicio, porque si no hubiera sido por ti, que en las clases siguientes me diste tanta confianza, no sé si hubiese intentado acercarme. Ya sabes, yo siempre dudando.

Después dejé de ir a clases. En realidad le había perdido el interés casi a las dos semanas, pero seguía yendo por ti. (Recién te enteras, sólo iba por ti).

Entonces llegó nuestra primera salida, que fue un desastre total, pero que recuerdo con todo el cariño del mundo. Salimos a tomar algo y yo, eternamente torpe, me tropecé y me manché el pantalón con aquel trago que supuestamente me daría valor. En realidad, ese vergonzoso accidente sirvió para que me relajara por completo, gracias a ti, como siempre. Te reíste a más no poder, te doblabas de risa, y te apoyaste en mí, y entonces me abrazaste por primera vez, diciéndome que no me preocupara, que todo estaba bien. Y si, tuviste razón, todo estuvo bien. Fue una noche preciosa.

Después de eso inventábamos cualquier cosa para salir, hasta que tomamos total confianza, y ya proponíamos con tranquilidad.

Todo era risa en esas salidas, y cariño también. Aun no sé por qué, pero todo fue siempre divertido y era como si nos conociéramos de siempre. (Ya se que siempre se dice eso, pero en nuestro caso fue así).

Recuerdo las veces que caminábamos y caminábamos, hablando de todo, de tantas cosas… siempre teníamos algo que decir, algo de qué sonreír.

Recuerdo también las cosas extrañas que nos pasaban cada vez que salíamos, o las cosas nuevas que siempre nos gustaba probar. Así íbamos creando nuestras anécdotas, como me dijiste una vez, fuimos creando nuestros recuerdos. Y yo lo recuerdo todo.

La vez que despertamos en tu sala, sin saber cómo llegamos, y yo tenía un polo súper gay en las manos; el día que te bajaste de ese micro lleno de gente y yo no pude bajar hasta diez cuadras después y te veías tan graciosa corriendo unos metros hasta que hiciste un gesto obsceno y te quedaste parada llamándome al celular; el domingo que te molestaste conmigo porque querías ir a la playa y yo me hice el enfermo (porque no me gusta la playa) y me viste en la tarde con unos amigos por la calle y me enviaste un mensaje que decía “Me mentiste, te jodiste”, y después de leerlo te vi, y corrí tras tuyo y dejé a mis amigos y pasamos el resto de la tarde juntos; el viaje que soñamos un millón de veces y jamás hicimos; tus (verdaderamente) fallidos intentos culinarios, que tantas veces sufrí; las veces que me dijiste que comiera nomás, que habías preparado todo con cariño, y que me aguantara como macho; el sábado que me dijiste que eligiera entre la “U” o tu, y elegí a los dos, viendo el partido contigo, y odiándote porque interrumpías a cada rato; el día que me regalaste ese libro de Bryce, mi libro preferido, el libro que siempre me hará recordarte, el que siempre me hará sentir un Martín Romaña; el día que te hice escuchar a Calamaro y te enamoraste de esa canción que es tu canción; la noche que tomamos tequila como enfermos (nosotros que siempre hemos tomado tan poco) y empezamos a reírnos y de la nada me diste un cabezazo (casual según tu) y me sangró la nariz; las veces que recostabas tu cabeza en mi hombro y que siempre me hacían temblar aunque sea un poquito; y un millón de cosas más, y una infinidad de cariño más…

(Este párrafo anterior me salió realmente de corrido… y podría seguir en un párrafo sin fin, con tantas cosas que me vinieron a la mente… pero hay recuerdos que pensados se disfrutan mejor que leídos…)

Lo que daría por volver a tenerte aunque sea un minuto a mi lado, en silencio si quieres, pero a mi lado… tantos recuerdos… y siempre tú.

Recuerdo que ya pasado un tiempo yo estaba totalmente resignado a seguir ingeniería, no tenía otra salida, o quizás no la veía. Y tu, no pudiste quedarte más tiempo en Lima, aunque lo hubieses querido. Pero tu mamá empezó a enseñar en la Universidad de los Andes (en Venezuela) y aunque no te gustaba ese nombre tuviste que ir allá, porque era mejor para ti. Al menos eso te decían. Y tuviste que aceptarlo.

Esas últimas semanas fueron algo tristes. Sobretodo al principio. Hasta que decidimos aprovechar al máximo lo que nos quedaba de tiempo. Lo hicimos bien, fueron esos tipos de días que uno quisiera que duraran para siempre, pero si pues, todo termina… o casi todo.

Pensamos varias veces qué haríamos el último día, cómo nos despediríamos y no se nos ocurría nada. Pero me gustó lo que hicimos. Pasamos toda la tarde juntos, en tu sala, con música de fondo, conversando, sin hacer nada más, tratando de no mencionar que te ibas, hasta que te ayudé a preparar las maletas… ¿recuerdas? Te pedí que me dejaras ropa interior de recuerdo, y me dijiste que me vaya a la mierda, y nos reímos, pero eran risas algo tristes, era imposible seguir ocultando la pena… en ese momento, después de esas leves risas, dejaste caer unas lágrimas. No sabes todo el esfuerzo que tuve que hacer para comportarme… para darte tranquilidad. Hasta que llegó la hora.

Recuerdo que en algún momento pensamos que era mejor que no vaya al aeropuerto… yo, todo cobarde, incluso evalué aquella salida, pero no, no pude, tenía que verte hasta el último segundo posible. Y así lo hice. (Y aun te veo, en todas partes, Alessandra).

Mientras escribo esto, te siento a mi lado, escucho tu voz, veo tu rostro, tus lindas piernas… estás acá, conmigo.

En el aeropuerto ya todo era tristeza, se podía sentir, aun con alguna que otra risa de por medio… te ibas, querida Alessandra, te me ibas.

Los minutos pasaron rápidamente y llegó el momento de despedirnos. No me da vergüenza, aun se me aguan los ojos cuando recuerdo ese instante. Nos miramos por unos segundos, y me dijiste chau, te quiero mucho. Y nos abrazamos, y no temblé, solo cerré los ojos y no nos soltamos por un buen rato. Cayeron lágrimas, mías y tuyas, y luego me miraste y me diste un besito. Fue corto, pero inolvidable. Luego me miraste con los ojos rojizos y la cara algo risueña y levantaste la ceja y me dijiste: ahora si, chau. Suspiré (como una magdalena) y te dije chau.

Hiciste la cola para pasar a la sala de embarque (o como se diga) y cuando faltaba uno para que te tocara, empezaste a gritar: ¡me escribes, me llamas… chauuu! Me dio risa.

Y así fue la última vez que nos vimos, sonriendo. Y así te recuerdo. (Aunque camino a mi casa fue todo menos risa).

Recuerdo que recibí tu llamada apenas llegaste a Venezuela. Después de eso, siempre nos comunicábamos. Sabía más cosas de ti que de las personas que vivían en Lima conmigo. Y nos fuimos acostumbrando a la distancia. Recuerdo también cuando te conté que me cambiaba de ingeniería a comunicaciones y que me había metido a otro curso del C.C. de la Católica, y que también lo había dejado, que en realidad no me gustaba nada, que no sabía que iba a hacer. Entonces me dijiste aquella frase que siempre tengo presente: “el día que encuentres algo que de verdad quieras, que de verdad te importe, no lo dejarás, simplemente no podrás”.

Si te contara que llevé un par de cursos fuera de la universidad y nunca los terminé, que empecé Comunicaciones pensando que quería publicidad, luego marketing y que ahora me llama la atención el periodismo… qué dirías…

Pero no, Alessandra, no pude ni puedo contártelo. Al menos no como antes.

Hace más de cinco años que te me fuiste. Esa fue la primera vez que te perdí. Pero hace un año que te nos fuiste, a todos, querida Alessandra. Y esa fue la segunda vez que te perdí.

No quiero recordar lo que sentí en el momento que me enteré de lo que te pasó. No quiero. Y ahí lo dejamos.

Pero pasó el tiempo, y de alguna manera te recuperé. Te veo siempre, te escucho, te siento. Hicimos bien en crear recuerdos, querida Alessandra, a veces me río solo, en clase, en el carro, y te imagino riéndote, y me da más risa. Y te veo levantando la ceja, y me atonto. Tu levantadita de ceja tiene aun ese efecto en mí.

En unos meses me gradúo, y no sé qué haré con mi vida. Estoy desesperado. Contigo todo hubiese sido más fácil, pero bueno, ya encontraré una salida…

Por ahora recuerdo siempre tu frase. Y aunque aun no sé qué es lo que realmente quiero en la vida, ya encontré algo que haré por siempre, algo que no podré dejar de hacer: Quererte.

No puedo ni quiero dejar de quererte, de pensarte, de tenerte siempre a mi lado, de sentirte en todas partes, mi querida Alessandra.

Eres de lo mejor que me ha pasado en la vida.

Por las tardes eternas, por las caminatas sin fin, por el cariño, por las risas, por las miradas, por tu amor, por tus ojos (y tu cejita), por todo, y sobretodo por ti, por permitirme sonreír con solo pensarte, gracias Ale, cariño, mi amada Alessandra.


sábado, 2 de febrero de 2008

Oportunidades perdidas



• Santiago está en una discoteca junto a unos amigos, y amigos de estos. De pronto una de las chicas, ya algo ebria, lo abraza y empieza a conversar con él. Pasan los minutos y ambos se quedan callados. Santiago sabe que puede salir algo interesante de ese encuentro, y sabe también que para eso debe mantenerla cerca suyo; sin embargo ya no están abrazados. Santiago piensa en algo que decir, una palabra precisa, una frase inteligente, pero nada, como de costumbre en esos momentos (y en esa época) su mente se queda en blanco. Piensa: qué diría Sabina. Pero el silencio sigue. Pasan los segundos, los minutos, Santiago ve que todo puede irse al tacho. Y así sucede. La chica le dice que regresa en un minuto. Santiago sabe que es mentira. Comprueba todo un rato más tarde, la chica está besándose con uno de sus amigos, Javier. Días después, Javier le cuenta a Santiago que aquella chica ha sido el mejor sexo de su vida.



• Santiago conoce a Cecilia hace unos meses. Está enamorado de ella, pero no se lo ha dicho. Cecilia es delgada, alta (poco más alta que Santiago), casi siempre usa lazo y tiene un peinado estilo sesentas, es de risa fácil (y cuando ríe arruga la nariz), ojos cafés y dice frases que ella cataloga de “inmortales” (que lo son). Santiago y Cecilia salen a menudo, conversan por horas, ríen, callan, les gusta la música, la literatura, ambos se consideran suicidas potenciales y no se imaginan la vida sin pizza. Son felices juntos. Pero el tiempo pasa y todo se vuelve insoportable para Santiago, sabe que tiene que decirle a Cecilia lo que siente. Necesita hacerlo. Se prepara por semanas, se mentaliza, se da fuerzas, piensa en las palabras que dirá, piensa todo el día en ese momento, sueña despierto con esa ocasión. Son mediados del 2002. Llega el día elegido para confesar su amor y lo más extraño sucede. Santiago había pensado muchas veces en ese instante, y por alguna razón todo estaba sucediendo tal y como lo imagino: el lugar, lo que toman, los temas de conversación, la ropa de él, la ropa de ella, todo. Todo sucede como él lo soñó. Cuando llega el momento clave, el momento de decirlo, Santiago empieza a dudar. Pasan los minutos de manera tortuosa, las palabras no salen, el valor no se presenta. Todo lo soñado sucede hasta ese instante, salvo por el final, que en sueños era perfecto. Santiago no menciona el tema. Y pasa el tiempo. Cinco años después Cecilia vive en Buenos Aires, pero está de visita en Lima. Se encuentra con Santiago, conversan por horas, salen, se divierten, todo es como antes. En la noche, después de unos tequilas, Santiago escucha dos cosas que jamás olvidara. La primera: Cecilia le dice que cuando vivía en Lima quería estar con él. Que siempre lo querrá. La segunda: en seis meses regresa a Lima por unos días, pero no vendrá sola, regresará para casarse.



• Santiago está en el departamento de Germán en una despedida algo improvisada. Se conocen prácticamente desde siempre, son grandes amigos. Germán se va a Alemania. Esa noche le cuenta a Santiago que en realidad no sabe cuando volverá, que quizás se quedé más tiempo que los seis meses permitidos por la visa. Esto toma de sorpresa a Santiago, pero no dice nada, solo le desea lo mejor. Pasan las horas. Al momento de despedirse Santiago abraza brevemente a Germán y dice unas cuantas cosas, no todas las que piensa o siente. Germán se lleva “prestado” un cd de Cake de Santiago. Santiago se queda con un libro de cuentos de García Márquez que es de un tío de Germán. En el fondo cree que lo verá pronto. Está equivocado. Han pasado tres años y Germán sigue por Europa. Cada vez que Santiago pasa por el (ex)departamento de Germán, cada vez que está algo o bastante ebrio, cuando escucha a Sabina, Fito o Calamaro, cada vez que se acuerda del colegio, piensa en su amigo, en su hermano. Piensa en las cosas que no le dijo, en el abrazo fuerte y sincero que no le dio.



• Santiago vivió con su abuela, su madre y su hermana hasta los quince años. Después empezó a vivir con su padre. Pasan los años y Santiago ve cada vez menos a su Abuela. Cuando la visita (rara vez), en casa de su tía, siente pena, deseos de llevarla consigo a un lugar mejor. Pero sabe que no puede, pues aun es algo joven y no tiene cómo. Quizás por eso no la visita a menudo. La abuela está cada día más débil. Santiago siempre le pregunta a su madre por ella; las respuestas siempre son: está muy bien, es muy fuerte. Santiago sabe que es mentira, que su madre le dice eso por protegerlo, por evitarle la pena. Pasa el tiempo. Es mayo del 2007. En lo que va del año Santiago no recuerda cuando fue la última vez que vio a su abuela, aunque siempre piensa en ella. Se entera que ha sido internada. Decide visitarla. Pasan los días y no lo hace, está entretenido con una persona que ha conocido hace poco; han empezado sus clases, no encuentra tiempo; aunque en el fondo sabe que lo tiene. Es lunes, Santiago está decidido en ir a ver a su abuela antes del viernes, se lo promete a si mismo, se lo jura; quiere verla, necesita hacerlo. El martes recibe una llamada, es su madre, su abuela a muerto. Santiago llora inconteniblemente, tiene pena, furia. Llora a escondidas. Sabe que no pudo despedirse de su abuela, no tuvo el poco respeto de ir a verla antes. No pudo darle un beso, no pudo decirle adiós. Todo quedará en un silencio eterno (eterno y tormentoso). Jamás lo olvidará.